III Edición
Curso 2006 - 2007
Tan solo una flor
Nuria Díaz Argelich, 17 años
Colegio Canigó (Barcelona)
Mueve rítmicamente la escoba, acompañándola con un suave balanceo. El sol ilumina tímidamente los cristales, sin decidirse a salir de entre las nubes.
-Hoy tendremos un día gris -piensa Antonio sonriendo-. No importa; de cuando en cuando conviene un cambio de tiempo.
El reloj de la iglesia de dos calles más abajo deja escapar las campanadas. Las seis y media.
-Debo apresurarme o don Fernández volverá a enojarse.
Guarda la escoba en el armario, al tiempo que se pone la chaqueta, se encasqueta una gorra pasada de moda y se cala los guantes, adornados con agujeros en todos los dedos, excepto en los meñiques. Por suerte, le ha dado tiempo de darle un repaso a la ropa.
-¡Adiós, cariño! Hoy iré a verte al hospital –dice a una vieja fotografía enmarcada que ocupaba el lugar central de la habitación.
Sale apresuradamente, acompañado por el cotidiano chirriar de las bisagras de la puerta. No puede perder el tiempo. Son las siete menos cuarto. Arranca el coche, comprado de séptima u octava mano. Es viejo, pero funciona. Las costuras de los asientos están deshilachadas. El motor suele jadear en las subidas y los frenos rechinan en las bajadas. Pero es un coche, al fin y al cabo.
Llega a su destino con dos minutos de adelanto, después de invertir cuarenta en buscar un aparcamiento que no esté supeditado a las exigencias de zonas verdes, azules o de cualquier otro color.
-Don Fernández se pondrá contento. Pobre hombre...
Gira la llave. La puerta se abre silenciosamente.
-Bueno, es hora de trabajar.
La primera tarea del día consiste en repartir los periódicos. Dos para el tercero (el informativo y el de los deportes, que se entretiene en mirar mientras sube las escaleras), dos para el cuarto y uno para el quinto, el séptimo y el octavo.
-Buenos días, don Fernández –saluda amablemente al inquilino del quinto.
-Me alegra ver que es usted puntual –responde, con tanta alegría como si se le hubiera ido el sueldo de un mes en el proceso. Y sin más, aprieta el botón del ascensor, mira el reloj y parece perderse en sus pensamientos.
A continuación, es la hora de la escalera. Antonio se arma con la escoba. Lo tiene todo calculado: dos barridas por escalón y recoger el polvo cada tres. Luego, pasar la fregona.
Hacia las ocho y media empieza el movimiento. Los vecinos del cuarto salen apresurados, cargados con mochilas, bocadillos envueltos en papel de aluminio, los deberes a medio hacer y el miedo de llegar tarde al colegio. Saludan sonrientes.
Luego baja la señora del segundo, moño en la coronilla, lentes para ver de cerca y de lejos, largos pendientes y olor a jarabe. Antonio tiene entonces un medicinal rato de conversación. El día que no trata la artrosis, escucha los lamentos sobre el reuma, la pesadilla de la migraña, el odioso dolor de oídos o los problemas de tener la presión alta. Él, aunque roza los cincuenta, no sabe de los dolores del reumatismo, la pesadez de piernas o las cataratas.
-Además -continua la vecina del segundo-, las medicinas no me hacen efecto. Siempre he tenido una constitución enfermiza.
Antonio escucha amablemente y le da algún que otro consejo que ella siempre rechaza.
Sale el ejecutivo con la cartera al hombro y murmurando un rápido y fugaz buenos días. Más tarde, el abogado, perdido en medio de los papeles judiciales. Y entre prisas, la chica del octavo, que siempre llega con retraso a la facultad.
Antonio sale a barrer la calle. Un, dos... Un, dos..., con cuidado de no levantar el polvo. Observa a la gente: la pareja de ancianitos apoyados en sendos bastones y con los brazos entrelazados, los niños que se apresuran para ir al tren, una mujer que pasea al perro. Cada uno tiene una historia a las espaldas. Tal vez hoy muchos de ellos encuentren la oportunidad que están buscando o se den de bruces con otra sarta de problemas. Mira los rostros desconocidos, atisba la preocupación, el estrés y la alegría que asoma en sus ojos.
Las cuatro. Tiene una hora libre, aunque tres cuartas partes las necesita para hacer la compra. La cafetería de enfrente ofrece una imagen bastante tentadora. Apetece un café bien cargado y un bocadillo para combatir la modorra. Antonio cuenta las monedas de su bolsillo. Aparta mentalmente una cantidad para la verdura y la carne en el mercado. Reserva tres euros para un nuevo cepillo de dientes. ¿Qué faltaba en casa? Algún producto de limpieza, aunque ha ido con pies de plomo para que duraran lo más posible. Y aquella semana toca el alquiler. Y también necesita algún par de calcetines más y una bombilla para la habitación. Y gasolina. Contando largo, le queda euro y medio. Justo para el café. Pero hoy es miércoles.
Dan las ocho. Antonio acaba su jornada laboral. Vuelve a coger el coche, que se despierta con un inseguro ronroneo.
-Esperemos que no se cale -piensa.
Pero aguanta hasta el hospital. La floristería aún está abierta.
-Buenas noches. Euro y medio.
-¿De margaritas, como siempre? Hoy se me han acabado. Hay alguien que te hace la competencia.
-¿Qué tienes?
-Poca cosa. Los jueves reponemos. Quedan rosas.
-¿Y cuántas entran en euro y medio?
-Sólo una.
Antonio sube en volandas hasta la habitación 303. Abre la puerta. Una figura que, débil, está recostada entre almohadones, se ilumina con una sonrisa.
-¡Antonio! Me dan el alta el mes que viene, si todo va bien.
Antonio suspira. Le dijeron lo mismo hace seis meses.
-Cariño, hoy sólo te he traído una flor.
Y, sonriendo, le tiende la rosa.