II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Tarde de invierno

Mª Lourdes García Trigo, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Cuando cogí la pluma y el papel pensaba escribir sobre otro tema, pero he visto la chimenea encendida y me resulta imposible tener un papel en las manos y no dedicarle unas pocas líneas.

    El fuego es bonito. No sólo da luz y calor, también creo que tiene su estética. Llamas amarilla, naranjas, no sabría decir bien el color, cambiando continuamente de forma, imposibles de mantener en una posición si las quisiéramos pintar.

    Al principio, echas ramitas pequeñas. No dan mucho calor ni duran mucho, pero van ayudando a que el fuego que acercamos con una cerilla, prenda. En cuanto vemos que las ramitas pequeñas ya arden, echamos en seguida ramas más gordas. Estos dan más calor, pero tampoco duran mucho. El fuego, en la chimenea, parece que ya lo tenemos seguro. Si seguimos echando leña, es difícil que se nos apague.

    Ahora le toca el turno a los troncos más grandes. No echamos muchos, tan sólo uno o dos, pero estos van a ser los responsables de mantener el fuego durante toda la tarde.

    Ya nos relajamos. El peligro de que entre humo o se nos apague ha ido pasando. La lumbre ya es estable. Perdón, ¿he dicho estable? Estable entre comillas, porque, aunque no con frecuencia, hay que ir echando troncos, no muy grandes, para renovar los que ya se han convertido sólo en brasas y cenizas.

    Por la noche, el fuego se va apagando. La chimenea está llena de cenizas. Pero, el tronco grande que echamos al principio, ese que elegimos como base, todavía no se ha consumido. Convertido en ascuas da más calor incluso que la llama gigante que al principio tanto nos llamó la atención.

    Hasta aquí, sólo la descripción del fuego. Podría llenar lo que me queda de página de comparaciones con sus formas, más o menos conseguidas, pero me temo que habrá tantas como habitantes en el mundo. Aquí termina mi narración, el resto lo dejo a la imaginación del lector.