III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Tiempo de mudanza

Lara García Simón, 16 años

                  Colegio Pinoalbar (Valladolid)  

      Tenía miedo de llegar a casa. Sabía que al entrar por la puerta, encontraría a mamá indicándome con la mano la dirección hacía el despacho de papá. Reconozco que lo había hecho mal, pero no era todo culpa mía, aunque mi profesora así lo hubiera juzgado.

      Como era lunes, después del colegio había tomado el autobús que me llevaba a mis clases de sevillanas. Con lágrimas en los ojos pasé dos horas taconeando. No tenía fuerzas para presentarme ante papá y contarle que había hecho aquella gamberrada. Pero tragué saliva, respiré hondo y anduve sin más miramientos hacía el portal de mi casa. Al llegar allí, marqué la contraseña y empuje decididamente el pesado portón. Haciendo una excepción, elegí el camino de las escaleras y subí una a una. Sin darme apenas cuenta, me encontré con un dedo sobre el timbre.

      Fueron las gemelas las que me abrieron la puerta, dejándome pasar al descansillo de aquel que había sido durante dos años mi dulce hogar. Atravesé el largo pasillo hasta mi habitación, dejé los libros sobre la cama y, dando una suave patada al viento, conseguí quitarme los zapatos.

      Me temblaban las piernas, pero debía de ser consecuente con mi carta de disciplina, por lo que golpeé con los nudillos la puerta entreabierta del despacho de papá. Tras el escritorio se encontraba aquel hombre de cara bonachona, realizando operaciones y haciendo caso omiso de mi saludo:

      -Hola papá -volví a repetir-ya estoy aquí.

      Sin dejar de mirar lo que en aquel momento le ocupaba, dijo:

      -Muy bien , hija. Entonces, vayamos a cenar.

      ¿Acaso mi profesora había querido esperar a mañana para llamar a mis padres?. No entendía nada.

      De pronto noté la mano fría de mamá en la espalda. Al darme la vuelta comprobé que ocurría algo serio. Tenía los ojos rojos y una mirada cansada, aunque su boca no dejaba de expresar una dulce sonrisa.

      -Papá tiene que daros una noticia

      Nada más sentarnos en la mesa, mis padres se miraron.

      -Bueno niños, ya sabéis que la empresa va sobre ruedas y que fue el tío Román quien hizo el traslado el año pasado –dijo papá-, por lo que este año me toca a mí. Bueno..., y a vosotros.

      Ahora lo entendía todo. Habían pasado por alto mi travesura para brindarme aquella desagradable noticia. El corazón empezó a latirme aceleradamente. Conté hasta tres y expuse todo lo que sentía:

      -No es justo que nos hagáis esto ahora. Es la séptima vez que nos mudamos en mis dieciséis años de vida. ¿No entendéis que quiero quedarme aquí? Cuando mejor estoy decidís que la empresa nos necesita en otro sitio. ¿Acaso importa más el trabajo que vuestra hija? Quiero quedarme en alguna ciudad y no dejar olvidadas a mis amigas, colegios y actividades. Pero ya veo que os da igual mi opinión, porque en esta casa no tengo voz ni voto.

      Tomé la servilleta y la tiré sobre el plato. Aquella vez papá no me regañó, pues todo el mundo tiene derecho a cinco minutos de enfado.

      A la semana siguiente ya había camiones de mudanzas en la puerta de casa. Papá se tomó la molestia de acompañarnos al colegio para firmar los papeles que justificarían nuestra ausencia desde aquel mismo día.

      Intenté pasar el día como de costumbre, para que nadie sospechara. Diez minutos antes de que papá me viniera a recoger, tomé un folio que dividí en cinco partes y donde copié el mismo texto: hasta siempre. Doblé aquellos mensajes y en el reverso apunte los nombres de mis mejores amigas. A la última de ellas le añadí una frase más: vete al buzón y coge la carta que ha pegado debajo.

      Me levanté de la silla y salí por la puerta por la que dos años antes había entrado. Me monte en el coche, en el asiento del copiloto, sin echar la vista atrás. Encendí la radio como forma de evasión, pero mi mente recordaba la carta del buzón.

      Perdona mi cobardía. Imagino que pensarás que soy una estúpida, que después de todo lo que hemos compartido es extraño que no haya sabido decirte que me marcho mirándote a los ojos, pero eso para mí es imposible, pues se que después de ese adiós jamás habrá otro hola.

      Volví mi cabeza hacia la parte trasera del automóvil. Mi hermana hacia sus deberes de ortografía. Quizás no sabia que mañana no seria la señorita Eiros quien corregiría sus cuadernillos.