I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Todo ocurrió tan deprisa

Agostina Bonacorsi, 14 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

     Todo ocurrió tan de prisa… Nos conocíamos del colegio por estar en la misma clase, aunque empezamos a hablarnos fuera de ella. Recuerdo que, hasta el primer momento en que hablé contigo, siempre me habías parecido un chico, por decirlo de alguna manera, un poco interesado, que sólo te hablabas con los populares del colegio. Después de nuestro “encuentro”, esa impresión cambió completamente.

     Estábamos los dos esperando para hablar con el director. Me contaste que tenías que aclarar una situación un poco confusa que había tenido lugar durante el examen del día anterior. Yo me moría de curiosidad por saber de qué se trataba, así es que, sin pensarlo dos veces, te pregunté a boca jarro. Me quedé asombrada al ver en tu cara una amplia sonrisa, como si lo que ibas a contarme fuera toda una aventura. Resulta que una de tus amigas, Mariana, había tenido que cuidar a su hermano pequeño la tarde anterior al examen, porque su madre estaba en el hospital, su padre de viaje y su hermano en la universidad, y no había podido estudiar. Por eso tú, que estabas delante de ella en clase te declaraste culpable cuando la vieron hablando contigo (aunque, en realidad, fue ella la que te estaba preguntando a ti). Me sorprendió esa actitud tuya, aunque si en aquel momento te hubiera conocido como te conocí después, no me habría llamado la atención en absoluto. Luego me daría cuenta de lo que eras capaz de hacer por las personas que quieres.

     Yo, por mi parte, estaba allí porque no había asistido a clase en toda la semana. Venía a pedir una fecha para realizar los exámenes que tenía pendientes. Para mi desilusión, mis motivos no eran sorprendentes ni interesantes como el tuyo.

     Estuvimos cuarenta y cinco minutos, hasta que salió un profesor alto y delgado de mirada asesina, charlando animadamente. Dijeron tu nombre. Antes de entrar, cogiste un papel y escribiste algo. Me lo diste. Era tu número de móvil y preguntabas por el mío.

     Desde ese momento, no hice otra cosa que pensar en ti. Era la primera vez que un chico me pedía mi móvil de una manera tan romántica. O, al menos, así me lo pareció.

     Estuvimos todo un mes mensaje va, mensaje viene; llamada por aquí y por allí. Yo te contaba, tú me contabas; yo te pedía consejo, tú me lo dabas. Éramos los mejores amigos que podían existir…Pero a esta amistad hay que sumarle el hecho de que cada vez estábamos mas enamorados, aunque ninguno de los dos se atrevía a decirlo.

     Un día, en la playa, solos tú y yo, bañándonos en el mar, me preguntaste si te quería. Claro que te quería. Cómo podías dudar de ello.

     Creo que mi respuesta te desilusionó. Sin embargo, seguiste insistiendo:

     -Y si te dijera que me acompañes de la mano por un camino mágico, ¿qué me dirías?

     Ignorando a dónde querías ir a parar, te respondí:

     -¿Cómo se llama ese camino por el que quieres que vayamos juntos?

     Y tú, con una mirada tímida pero a la vez atrevida, me dijiste:

     -Nuestro destino es arriesgado, pero vale la pena intentarlo. Tiene cuatro letras, que todas juntas me caen genial: la A, la M, la O y la R.

     Antes de que pudiera decir algo, me diste un beso. Y debo admitir que, aunque era el primer beso que me daba un chico, fue el mejor de los muchos que luego me darías. Y allí nos quedamos toda la tarde, riendo en el agua y empezando nuestra travesía.

     El tiempo que pasábamos juntos era fantástico. Pero llegó agosto y cada uno nos íbamos de viaje, yo con mi familia y tú con la tuya. A pesar de que solía disfrutar como nadie ese mes en Mallorca, se me hizo eterno. Y para empeorar aún más la situación, tú no respondías a mis mensajes.

     Pero, por fin llegó septiembre y con septiembre un nuevo curso. Sin embargo, empezamos el colegio y no había ni rastro de ti. Al principio pensaba que estarías de viaje, ya que en tu casa nunca me cogían el teléfono cuando llamaba ni respondías a mi móvil. Empecé a preguntar a tus amigos dónde estabas, cuándo volverías... Todos me decían lo mismo: que pronto volverías. Llegaron las Navidad y yo seguía sin tener noticias de ti. Notaba que la gente me miraba como si sintieran lastima y, claro, yo entendía cada vez menos lo que estaba sucediendo.

     Conforme pasaban los días noté que una parte dentro de mí ya no podría soportarlo más. En los últimos tiempos que pasamos juntos, te habías transformado en mi aire y…, dime cómo pretendías que viviera sin aire. Eso era lo que cada día sentía dentro de mí, que me ahogaba.

     Un día me enteré de que habías vuelto, así que fui a ver si estabas en casa. Te encontré con una mirada triste, sentado en el sofá. Te hice señas para que salieras. Me dijiste que entrara, pero en ese momento me telefoneó mi padre para que volviera a casa, pues era muy tarde. Me lanzaste un beso y yo te lo devolví.

     Ahora que habías vuelto, no sabía qué hacer. Un día, en clase, Gonzalo, tu mejor amigo, me vio llorando. Se me acercó para confesarme que estabas enfermo. Aún no entendía nada; ¿qué tenían que ver que estuvieses enfermo con no dar señales de vida? Nada más llegar del colegio, vi a tu hermana esperándome sentada en la cama de mi cuarto. En la mano tenía una carta; era tuya. Sin dejar de mirar al suelo, me la dio. Yo también me senté y comencé a leerla:

     “Sofi, si lees esto es porque estoy viviendo mis últimos días y no le he ganado la batalla a este duro rival. Este verano los médicos me descubrieron una enfermedad mortal, para la que no hay antídoto. Si no te he dicho nada, ni te he mandado mensajes ni he quedado contigo, ha sido porque no quería que sufrieras. No quería que estuvieras mal por mí. Siempre he querido que seas feliz y no quisiera que tengas como última impresión de mí a un pobre enfermo que le tiene miedo a todo. Espero que algún día entiendas que todo lo he hecho por ti. Por mi parte, no he dejado de pensar en ti ni un solo minuto.. No sabes el tiempo que he pensado en todos los momentos felices que me voy a perder. Creo que nuestro camino lo recorrimos entero en poco tiempo. Déjame darte un consejo antes de despedirme: se feliz. Aunque sea con otro, pero se feliz. Y acuérdate que yo siempre estaré a tu lado. No me gustaría irme sin que me cogieras la mano bien fuerte, como hacías siempre que me querías decir que me querías”.

     Las últimas palabras ya no las pude ni leer; las lágrimas me lo impedían. Tú hermana me cogió del brazo y me llevó hasta el hospital donde estabas ingresado. El médico dijo que sólo podía entrar una persona. Tu madre me dejó pasar. Lo primero que hice fue cogerte bien fuerte la mano.

     -Sofi, nunca te olvides que siempre fuiste mi ángel protector.

     Después, cerraste los ojos.