V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Trágico final

Laura González Villeta, 14 años

                  Colegio San Agustín (Madrid)  

Era todo tan maravilloso… Estábamos sentados uno frente al otro, simplemente mirándonos. Sentí que la oportunidad no se me podía escapar de entre las manos, así que le sonreí y me incline hacia él para descubrir, con horror, cómo una gota de un color rojo intenso y brillante bajaba desde su nariz hacia sus labios. Después, entre convulsiones y espasmos, se quedó inconsciente entre mis brazos, que le sacudían con mis gritos de desesperación y mis lágrimas.

Un sueño. Sólo fue un sueño...

Con cierta confusión y envuelta en un sudor frío, me incorporé en la cama, miré el reloj y comprendí, después de unos minutos, que tenía que apresurarme si no quería llegar tarde al colegio.

En cuanto entré en clase, busqué con la mirada el pupitre del fondo. Con gran alivio, comprobé que estaba ocupado por Pablo, ese chico de pelo castaño alborotado y mirada distraída. En compensación por el mal rato pasado aquella madrugada, estuve gran parte de la clase de Historia hablando con él. Me asustó que me dijera que le dolía la cabeza, pero en seguida le quité importancia: estábamos en pleno mes de junio y hacía mucho calor.

A la hora siguiente, mi mejor amiga me pasó un recorte del horóscopo del día. Me resultó una extraña coincidencia que pusiera: “(…) tendrás que diferenciar entre lo que es real y lo que no lo es…”. Por supuesto, yo no creía en todas esas tonterías de predecir el futuro, y menos en aquel recorte. Pero, al volver a casa, no dejé de dar vueltas a todo lo ocurrido. Sin duda, puras coincidencias.

Al día siguiente no pasé por alto el hecho de que faltara Pablo. No pude evitar pensar que algo pudiera haberle sucedido. Trascurrieron tres días sin que nadie supiera nada de él. Incluso, me llegué a enfadar por que no me hubiera comentado nada acerca de su ausencia ni hubiera contestado a mis llamadas. Así que decidí ir a su casa.

Aquel piso estaba vacío. Me bastó empujar la puerta entornada para entrar: parcía como si no hubiera vivido nadie desde hacia tiempo. En cambio, todas sus pertenencias y los muebles estaban tal y como yo los recordaba. Dispuesta a marcharme, reparé en un papel arrugado encima de su escritorio. Era una carta inacabada dirigida a mí. Había escrito: “Victoria, lo siento muchísimo. Si pudiera…”.

Me quedé petrificada con el papel entre las manos. Sentí que mi mundo se detenía. Al pie de aquel pliego había una gota de sangre.

Pasaron tres meses y nunca más volví a saber de Pablo. En el colegio apenas le recordaban. Incluso yo había aceptado su ausencia después una temporada deprimida, sin hablar con nadie.

Un lunes cualquiera, regresando a casa después de clase, vi pasar un autobús delante de mí. Apenas tardó unos segundos en cruzar la glorieta, el tiempo suficiente para contemplar aquel rostro perfecto, que tanto añoraba.

Nunca más volví a ver a Pablo.