I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Tras el árbol de Navidad

Andrés Quirós, 17 años

                         Colegio El Prado, Mirasierra (Madrid)  

     Mientras los ojos de mi profesor de literatura escudriñaban a cada uno de los alumnos, yo intentaba relajarme y mirarle seguro de mí mismo y sin nada que temer. Pero el en esos momentos odiado profesor, había podido ver a través de mis pupilas la “redacción-express” que había escrito a trompicones en el destartalado autobús. Y como mi temor vaticinaba, mi nombre fue pronunciado por sus estirados labios.

     Comencé a temblar, ya que fue hace una semana cuando encargó que escribiésemos la redacción sobre nuestra celebración de la Nochebuena con el mejor vocabulario posible y abundante en rasgos literarios. Pero lo que yo había escrito, aparte de exento de cultismos y, por supuesto, de toques literarios, no llegaba a los dos párrafos de extensión.

     Mis mejillas estaban a punto de explotar mientras leía la supuesta “macro-fiesta” con música dance que se formaba en mi casa la noche del veinticuatro, así como los interminables litros de alcohol que corrían de boca en boca de los invitados. Tras terminar de leer y de la consecuente llamada de atención del profesor sobre mi trayectoria descendente en su asignatura, hundí la cabeza entre mis brazos. ¿Por qué tenían que pasarme estas cosas? Pero los pensamientos autocompasivos se vieron interrumpidos al oír que alguien me hablaba:

     -Me ha gustado mucho.

     ¡Era Lucía Luengo! Íbamos a la misma clase desde los siete años, y siete años hacía que yo la idolatraba. Pero nuestra relación no había llegado nunca a más de un hola y una sonrisa.

     -No te burles… Ha sido un desastre.

     -No me refería a la redacción, sino a la fiesta esa que montas en tu casa en Nochebuena.

     -Si bueno… Es que en mi casa ya es algo muy normal. Es tan grande que a veces invitamos a más de cien personas…

     -¿En serio? Entonces no te importará que me pase por allí, ¿verdad? A mi madre le toca volar en Nochebuena y este año no puedo ir con ella. Así que me quedo con mis tíos, que tienen casi ochenta años y son un “muermazo”.

     -¡Claro! Una invitada más no puede hacer daño.

     -De todas formas, no es seguro que vaya.

     Esperemos que así sea, porque mi casa resulta ridícula comparada con la casa de la redacción, y por supuesto la “marchosa” fiesta que montamos todas las Nochebuenas nada tiene que ver con mi desastrosa realidad. Tras la cena nos sentamos los cuatro gatos que somos a cantar, y entre las voces guturales de mi padre, tío y abuelo y las voces estridentes de mi abuela, madre y hermana, los villancicos parecen aún más pasados de moda. Claro que, si llego a contar esto en la redacción me hubiese muerto de la vergüenza. ¿Cómo explico que hasta hace dos años disfrutaba como el primero, cantando a todo pulmón, dando besos por doquier e intentando aguantar despierto hasta que se marchaban mis abuelos?

     De vuelta a casa, el incesante traqueteo del autobús me devolvió a la realidad, así que le conté a Rodrigo, mi mejor amigo y vecino, lo que me había pasado con Lucía. Me respondió con una carcajada tan jocosa como forzada, para luego carraspear e intentar liberar el revoloteo de preocupación que ocupaba en esos momentos mi cabeza. Me dijo que estaba claro, que la única intención de la enamorada era tener una pequeña charla conmigo, ya que ni conocía mi dirección, ni sabía la hora de la fiesta ni había preguntado si podía invitar a “unas cuantas amigas”. Este último argumento me tranquilizó bastante, pero a lo único a lo que de verdad podía aferrarme para no zozobrar en la histeria, era que ella no sabía dónde vivo. Así que traté de no cruzármela durante los días previos a las vacaciones de Navidad para evitar la fatídica pregunta.

     La “operación huida” tuvo un éxito asombroso y me olvidé por completo de Lucía, agradeciendo entre muchas otras cosas, mi entrada en el libro Guinnes de los récords por toda la ayuda que proporcioné a mi madre en los preparativos de la cena.

     Con sentimiento de insatisfacción me senté en la mesa tras la llegada de todos los invitados, que fueron los mismos siete de siempre: “¡Cuánto has crecido!” “¡Qué guapo te veo!” “¡Estás hecho un hombretón!” “¿Cuántos años tienes ya?”

     Fue antes de la tanda de postres, polvorones y turrones cuando un escalofrío producido por el timbre recorrió mi columna vertebral. Como un autómata y todavía con la bandeja de los polvorones en la mano, fui a abrir la puerta. Mientras andaba por el pasillo más largo que había visto en mucho tiempo, sentía como una voz me decía que sí, que llamaba quién yo pensaba, pero intenté no creerlo. Así que, con la vaga esperanza de que un vagabundo pidiese comida o unos pequeños niños emitiesen graznidos a cambio del aguinaldo, apoyé mi mano libre en el frío picaporte, girándolo mientras hacía malabarismos con la bandeja. Y fue esta misma bandeja la que cayó en el suelo cuando al abrir la puerta descubro a una guapísima Lucía felicitándome la ya muy próxima Navidad. La sangre subió a mi cara igual de rápido o más que mi sudor cuando me agaché a recoger los maltratados polvorones. La nueva invitada también se agachó enseguida para ayudarme. Recogimos los dulces sin mirarnos y sin dirigirnos la palabra hasta que me atreví a balbucear algo así como:

     -¿Cómo has sabido dónde vivo?

     Me miró con unos ojos chispeantes y divertidos y me dijo que, aparte de haber podido buscar la dirección en las Páginas Amarillas, podía haberla sacado del baúl de los recuerdos. Y era esto último lo que había hecho, ya que me enseñó una tarjetita verde y roja. Mis ojos se entornaron un poco más mientras deseaba que la tierra me tragase. Era la tarjeta que le había dado el último día antes de las vacaciones de Navidad de Tercero de Primaria, justo antes de salir corriendo, dónde le había escrito con mala ortografía y caligrafía que podía venirse a vivir a mi casa, porque tenía una cama plegable de sobra. Y justo debajo se encontraba, en letras mayúsculas, la dirección en la que ahora nos encontrábamos los dos sin saber qué decirnos.

     Mi madre se encargó de romper este segundo silencio con un: “Te estamos esperando. Que se va a enfriar el chocolate…” al principio se quedó paralizada al ver a Lucía. Pero esta parálisis no llegó a ser larga porque justo después y ante mi estupor, estaban las dos sentadas en la mesa, charlando amigablemente. Pero no sólo mi madre, sino todos mis familiares la arropaban como si se tratase de una recién nacida encontrada frente a la puerta.

     Para escabullirme, empecé a retirar los platos a toda prisa porque mi abuela empezaba con el tema de lo guapo y lo buen chico que era su nieto. Yo ya había deducido que el ridículo no se iba a quedar aquí, sino que iba a ser cada vez mayor, sobre todo a partir de cuando mi madre exclamó la temida frase: ¡Es hora de cantar villancicos!.

     Yo ya no sabía dónde esconder mi cara para que no empezasen a preocuparse por mi salud. Decidí que tras el árbol de Navidad me iba a encontrar medianamente seguro. Tras es tercer villancico me empecé a fijar en Lucía. Entre las verdes agujas del abeto alcancé a divisar el contrastado color rojo de sus mejillas. Pero no era un rojo de vergüenza o incomodidad, sino de alegría, de felicidad. Sus ojos fueron a parar entre las ramas del árbol, chocando con los míos. Por supuesto, aprovechando la posición de mi boca, hice un amago de bostezo. Ella se limitó a responderlo con una magnífica exhibición de hermosos dientes y siguió cantando. Esto y el embelesamiento que me producía su contagiosa alegría, hizo que se desatara el peso que tenía prendido a mi ánimo.

     La música acompañaba la ilusión de los participantes, y a ellos se les había sumado una persona que, tras salir de detrás del árbol, había descubierto que lo que él consideraba ridículo era en verdad, el vehículo de muchas alegrías y esperanzas de la gente que quería. Así que, canto tras canto, y charla tras charla, llegó la hora de retirarse. Al entrar en el ascensor con Lucía para acompañarla al portal, ya no me producía vergüenza alguna mirarla fijamente y sonreírla, y como los silencios en los ascensores son muy incómodos y odiosos, afirmé:

     -Ridículo. ¿Verdad?

     -¿Ridículo? De verdad que no te entiendo. ¡Aquí el único ridículo eres tú! ¡No sabes la suerte que tienes! Yo me lo he pasado muy bien. Mira, mi madre en verdad hoy no viajaba, pero hemos cenado como un día normal. Te aseguro que esto es mucho más divertido. Lo mío tampoco es ridículo, sino triste; es triste el vivir sin la ilusión de tu familia.

     -¡Lo siento mucho!

     -No tienes porqué, yo adoro a mi madre, pero en Nochebuena no tengo la misma suerte que tú… Así que no te inventes más fiestas estúpidas, que lo que tienes es muchísimo mejor.

     -Perdona por no habértelo dicho, venías buscando una fiesta y te has encontrado esto…

     -¿Todavía crees que he venido hasta aquí por una fiesta?

     Esto último lo dijo con voz cantarina mientras se alejaba, lo que me hizo recordar vagamente una escena parecida que ocurrió años atrás con una tarjeta pintada a rotulador rojo y verde.