III Edición
Curso 2006 - 2007
Tras el Quijote y unas
gafas de sol
Lorena Ortúzar, 16 años
Colegio Senara (Madrid)
Al llegar a mi habitación, la descubrí limpia y confortable. Todos los muebles eran blancos y las cortinas de flores rosas hacían juego con la colcha de la cama. Las descorrí y abrí de par en par la ventana. Contemplé el intenso mar azul y supe que esas vacaciones en Tenerife serían inigualables.
Me encantaba pasear por la playa bajo el espléndido sol y ver como la arena negra teñía mis pies. Iba muchas veces a relajarme y a disfrutar del mar, de su brisa y su oleaje, aunque prefería la piscina del hotel, rodeada de palmeras y hamacas.
Muchas tardes bajaba a tumbarme sobre alguna de ellas, dispuesta a tomar el sol del trópico sin otra protección que la de la capa de ozono. Me introducía en la lectura del Quijote, al que, por cierto, encontré la simpatía y la gracia.
Una de aquellas tardes de lectura te vi por primera vez. Pasaste muy cerca de mi hamaca. Me puse las gafas de sol para poder mirarte bien sin que te percataras de mi curiosidad.
Observé el aire de seguridad con el que te metías en el agua y me fijé lo bien que nadas. Una niña pequeña se metió también en la piscina. Me sorprendió ver cómo jugabas atento y comprensivo con la que después supe que era tu hermana.
Muchas tardes volví a la piscina y allí estabas, con tu paciencia inquebrantable, riendo los juegos de la pequeña. A veces me daban ganas de saltar al agua y reír y jugar con vosotros. Pero..., ¿por qué iba yo a tener que jugar contigo y con tu hermana?, me repetía a mi misma. Yo estaba a gusto sola y me divertía con mi música y mi libro.
Reconozco que los últimos días de vacaciones olvidaba casi siempre el Quijote en mi apartamento. Iba a la piscina sólo para verte a ti: tus ojos azules bajo las pestañas mojadas, tu pelo rubio y rizado, ese cuerpo de nadador y aquellos brazos fuertes entre los que tantas veces me imaginé segura si tú me abrazabas.
La semana transcurrió rápido y llegó el sábado. Se acababan ya las vacaciones. Al día siguiente cogeríamos el avión de vuelta a la Península. Y yo, a pesar de que ni siquiera te conocía, tenía que despedirme de ti.
La última tarde bajé a la piscina. Allí estabas, según tu costumbre. Al sentarme, me di cuenta de que me estabas mirando. No pude evitar bajar la cabeza en busca de mi Quijote, pero lo había olvidado junto a los cascos y las gafas de sol.
Todo parecía estar preparado para, sin poder remediarlo, alzar la vista. Te miré y sentí una fuerza inmensa en tu mirada, un impulso en tus ojos azules que me daba seguridad y confianza. Y me dirigí hacia donde te encontrabas.
Pasó todo tan deprisa… Sin saber cómo, me encontraba a tu lado. Comenzamos a hablar, una animada conversación en el bordillo de la piscina. Nos relatamos nuestras vacaciones, nuestros gustos y aficiones. Me dejó perpleja tu sincera sonrisa y ese carácter alegre por el que no podías dejar de reír. Pasamos juntos toda la tarde.
Tuvimos tiempo para pasear por el jardín y contarnos mil cosas el uno del otro, incluso a sentarnos cuando se hizo de noche y comparar el hermoso cielo estrellado de Tenerife, limpio y claro, con el de nuestras ciudades.
Entonces nos dimos cuenta de la lejanía que existía entre ellas, y de lo complicado que íbamos a tenerlo para vernos. Aún así, fue una de las tardes más entrañables que recuerdo.
Al día siguiente, te marchaste a Santander y yo a Madrid. Fue triste despedirnos, aunque cada uno llevemos el recuerdo especial del otro en el corazón.
Añoro los escasos momentos que pasamos juntos, anhelo la seguridad en tus ojos azules y la plácida sensación que me envolvía al estar contigo.
Hoy sigues inamovible en mi memoria. Y me acompaña la ilusión de recibir tus cartas. Aún me emociono cuando leo en ellas: <<¿Cómo iba a mirarte a los ojos, si llevabas siempre puestas las gafas de sol? ¡Con lo bonitos que los tienes!>>. Y no puedo parar de reír.