V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Tras una puesta de sol

María Ros, 15 años

                 Colegui La Vall (Barcelona)  

Mi mirada estaba fija en el océano mientras notaba el calor de sus brazos. Me cogía fuertemente, ya que al día siguiente él partía hacia la guerra y yo abandonaría el barco. Me susurró palabras tiernas al oído y, aunque no me servían de consuelo, me ayudaron a no derramar más lágrimas.

No quería pensar en lo que se le avecinaba. Ambos sabíamos el riesgo que correría en el frente. Pero era piloto de avión, el mejor de su escuadra, y el ejército necesitaba hombres como él para combatir a los japoneses.

Quería decirle cuanto le amaba, que le esperaría, pero no podía pronunciar palabra porque si abría la boca, caería rendida en el desconsuelo. Y si Ignacio me veía así, era capaz de renunciar a su sueño: volar como un héroe de guerra, prestar un servicio a su país. Sobretodo, volar. Era lo que siempre había deseado. De niño, su padre le enseñó a construir sus propios juguetes y juntos elaboraban aviones de madera, papel y cola.

Le conocí en el hospital. Coincidimos una tarde, cuando esperaba a la siguiente enfermera para relevarme. Entonces llegó él acompañado por su mejor amigo. Había sufrido un accidente mientras pilotaba en una prueba. Tuve que atenderle. Tenía heridas leves, pero estaba inconsciente, así que realicé mi trabajo y le dejé en manos del médico.

Al día siguiente, cuando empecé a trabajar, fui a ver cómo se encontraba. Entré en su habitación y le vi consciente. Hablamos un rato, hasta que llegó su amigo. Me fui, pero había surgido el amor y mis visitas se hicieron habituales. Cuando se curó, era él quien venía a verme. Descubrimos que estábamos hechos el uno para el otro.

Al cabo de dos años, me pidió que nos casáramos. Yo acepté y nos fuimos de crucero.

Mientras atardecía en el Arizona, pasaban por mi mente todos esos recuerdos: el brillo de sus ojos al mirarnos por primera vez, el enrojecimiento de mis mejillas, nuestra primera cita, nuestro primer baile, las vistas desde su avioneta, su cálida sonrisa, nuestro primer beso…

No pude más y las lágrimas rodaron por mis mejillas, traicionándome. Nacho se dio cuenta. Cogiéndome la barbilla, me secó las lágrimas y me besó.

El barco se aproximaba al puerto. Mientras el pasaje bajaba a la dársena, nos quedamos en cubierta frente al cielo enrojecido. Fue el último atardecer que pasamos juntos.

Entonces me susurró:

-¡Te quiero!

Yo levanté la vista y le lancé una mirada de súplica. Él sonrió y añadió:

-No moriré mientra tu me quieras. ¡Te lo prometo!

Aprovechando los últimos instantes que nos quedaban, apreciamos el último atisbo de luz. Al igual que el sol se escondía detrás del océano, la luz se fue ahogando en mi corazón a gritos ahogados.