VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Tratados de Astronomía

Rocío Olivares, 17 años

                 Colegio Guadalimar (Jaén)  

Recuerdo con nitidez los dieciséis grados que marcaba el termómetro de la avenida, lo que para nuestras pieles de aires acondicionados era demasiado frío. Jaén quedo empapado y sus calles se convirtieron en prolongaciones del mar, de nuestro mar vedado por orillas de olivos, un mar de cielo de otoño que aquel seis de noviembre parecía querer volcar todo su contenido a la tierra.

Pero el jienense tiene alma de marinero y los peatones, con paraguas, se hacinaban en los pasos de cebra – hubiera pensado mi hermano pequeño– como submarinos.

El mar se deshacía calándose en la ropa y aun así dimos un paseo. Si Jaén tiene alguna pega es que no hay demasiado espacio para caminar; no caben esas largas andaduras donde te acabas perdiendo mientras hablas y hablas sin parar.

Esa tarde me contó que tenía una sorpresa para mí. Añadió que las sorpresas se acogen con los ojos cerrados. Por eso me llevó con una venda sobre los míos. Para guiarme me cogió de la mano mientras describía el lugar por donde me llevaba. Recuerdo que no podía parar de reírme. Supongo que la gente nos estaba mirando, porque pareceríamos locos. Parecíamos lo que éramos. Y más me reía conforme escuchaba cómo se emocionaba mientras describía el entorno:

-Se ven edificios, no muy altos, llenos de compartimentos que encasillaban en vidrios las vidas. Y se encuentran al descubierto las azoteas, desde donde se lanzan los pájaros que luego se elevan sobre las antenas y los cables, para sobrevolar tejados con ropa tendida que hondea a media tarde. Se descubre la ciudad con sus plazas, sus parques y sus fuentes, con sus ancianos tendidos al sol. A lo lejos se oye el bullicio de los coches por la avenida, y correr a los niños, se ve el tiempo..., pero solo de lejos. Y también los sueños de los jiennense, que ascienden y forman una niebla de color verde olivo sobre la que se desparrama la sangre celeste y dorada de la puesta de sol.

A veces corría y otras aflojaba el paso, para que yo tomara aire. Nos detuvimos y comenzamos a subir escaleras que conducían a un tejado de barro cocido que dominaba toda la ciudad. Era una atalaya de vistas tan bonitas, que volvimos cada tarde. Y aquel lugar pasó a ser mi rincón favorito de la tierra.

Me sorprende cómo llenamos los recuerdos mudos con voces prestadas, y aun así las cosas no lo entienden. ¡Ellas nunca entienden nada!

Desde allí se podía decir verdaderamente que Jaén es una ciudad preciosa. Quizás es que, cuanto más cerca del cielo más bonito es todo. El mundo parecía fácilmente combatible, todo era pequeño: Jaén y sus miles de habitantes nos cabían en las manos.

Lo llamamos “El observatorio”, porque a él le encantaban las estrellas. En aquel lugar hablábamos hasta cansarnos, o callábamos durante mucho rato. Al mirarle, me daba cuenta de que ni las estrellas, ni el cielo infinito y misterioso valían tanto como tenerlo a él cerca.

Pero el tiempo paso rápido, demasiado rápido…, como siempre, y todo aquello se convirtió en recuerdo. Por eso pensé en escribir un libro, “Tratados de Astronomía”, para convertir nuestras conversaciones al papel y así evitar que se olvidaran todas esas cosas que habíamos pasado. Un día, cuando menos lo esperásemos, se escaparía un recuerdo borroso que desplegaría sus alas amarillentas y volaría, breve, impreciso. Planearía sobre nuestras cabezas unos minutos y, luego, por más que quisiéramos atraparlo volvería a irse, dejando una estela triste.

Son tristes los recuerdos, pero son los tesoros de los hombres, los fragmentos que nos diferencian, la conciencia a veces perdida de todo lo que ocurrió. Duelen mucho y a la vez son tan delicados, que por eso se van y son breves, porque los romperíamos si permanecieran más tiempo en nuestras manos.

El sol se puso, como todos los días, a la misma hora. Antes de irnos me volví para mirar Jaén por última vez. Y le dije:

-Me llevaría todo: el tejado y los niños de la plaza, y al anciano también. Me llevaría el sol; me llevaría con nosotros a las personas que están bajo este techo…

Querer es cuidar sin que se note, como un beso que recibes cuando estás dormido. Y es cierto que yo me fui y todo quedo igual. Pero lo que no sabe el anciano es que me lo llevé conmigo, igual que al niño y al sol, y a todos los que estaban bajo el dominio de aquel tejado. Y me acompañan siempre, a todas partes.

El observatorio siguió tostándose al mediodía. Nosotros fabricamos otros observatorios, otras vistas…, porque hay tantos observatorios como tejados en el cielo, y tantos cielos como ojos que quieran verlos.