X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Tú serás yo

Laura Dávila, 16 años

                 Colegio Ayalde (Bilbao)  

El mar estaba agitado y mi padre quería zarpar. Era temprano.

Justo con el alba iniciamos la singladura. Yo con un poco de miedo, pues el mar no estaba para bromas, pero no podía dejarle solo; quería zarpar y yo tenía que confiar en él.

Salíamos del puerto a bordo del Esjalama cuando nos encontramos con un marinero que entraba. Llegaba calado por las inmensas olas, pero mi padre, tan optimista como siempre, le preguntó por el estado de la mar fuera del puerto. El marinero, que tenía la piel curtida, respondió irónicamente:

-Está bien, está bien.

Fue entonces cuando mi padre me miró y me dijo:

-¿Ves? Te he dicho que hoy era un buen día -. Y sonrió, cosa que no hacía a menudo

Tardé en entender el mensaje; la travesía iba a ser dura.

Cuando navegamos no hablamos mucho. Solo cruzamos las miradas, en las que descubrimos lo que ambos estamos pensando. A la vez que viajo, yo pienso en muchas cosas con la vista clavada en el horizonte.

Pasadas unas horas dejamos de ver tierra. El mar parecía una bestia enfureciendo a la que debiéramos algo.

Pero ahí estaba mi padre. Hablábamos de lo bien que se estaba en casa y de los amigos, de lo bueno y lo malo. Sobre todo, él cuidaba de mí.

De repente una caña empezó a soltar pita, un pez había picado: comeríamos pescado fresco.

Después de una lucha agotadora para subirlo al Esjalama, el pez asomó la cabeza del agitado mar. Pensé, cuando me miró a los ojos, que quería decirme algo.

Después de hartarnos con aquel manjar, decidimos dormir un poco. Mi padre haría la primera guardia, pero el mar estaba tan embravecido que apenas pude cerrar los ojos.

Pensé que él y yo éramos dos supervivientes. Aunque yo tenía miedo, era muy feliz: lo estaba dando todo por mi padre, y él lo sabía.

Cuando parecía que iba a conciliar el sueño, un grito me sobresaltó:

-¡Laura!... ¡Laura, corre!

Una ola había pasado por encima del Esjalama, partiendo los mástiles. El barco parecía un corcho en mitad de la tormenta, del inicio del fin del mundo.

Arriamos rápidamente lo que quedaba en pie y nos atamos fuertemente a la cubierta. Fue entonces cuando me vino a la cabeza el pez con su mirada: nos había avisado.

Las olas parecían montañas. Yo me agarré fuertemente a mi padre.

Pronto empezamos a tener mucho fío. Estábamos empapados y el viento arreciaba. Mi padre me dijo que no sentía las manos ni los pies; sufría hipotermia. Confié en que, pese a todo, lograría sacarnos de aquel atolladero, pero él ya no podía hacer nada.

En ese preciso instante me di cuenta de que yo era su niña, pero que me había hecho mayor. Así, en un momento a otro, se cambiaron los papeles, pues si apenas un instante antes creía que nunca sería capaz de hacer algo por mí sola, ahora mi padre navegaba seguro a mi lado. Él sabía que nunca le abandonaría.

Así, pasé varios días, navegando a solas con mi padre. Aunque él estaba inconsciente, parecía que en cada una de mis maniobras me mirara y me diera el “OK”.

El tiempo empeoró aún más.

De vez en cuando él tenía alucinaciones. Me apretaba la mano y me decía: “Sé valiente”. También me rogó que le despidiera en el mar, pues en tierra le quedaban muchos miedos que nunca me confesó.

El quinto día falleció. Pasé las horas ida, hablando con él, que ya no podía contestarme. Las preguntas que le lanzaba no tenían respuesta, cuando mi padre siempre las tuvo.

Fue así como me hice adulta, en la peor de las circunstancias. Mi padre ya no estaba y tuve que elegir por él. Decidí hacer lo que él haría.

Días más tarde avisté tierra. En el puerto estaba mi madre junto a mi hermana pequeña.

Le enterramos en su pueblo, en una tumba con orientación al mar. En su lápida rezaba: “Tú serás yo”.