X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Tú y yo

Lucía Gomendio, 17 años

                  Colegio Puertapalma (Badajoz)  

Estoy sentado muy quieto, meciéndome. Contemplo el paisaje que se extiende delante de mis ojos. Respiro hondo y percibo el dulce olor de las flores. Bajo la mirada hacia la delicada mano que sostiene la mía con firmeza. La mano está ligeramente surcada de arrugas. Levanto los ojos hacia su rostro y la observo. Está mirando hacia delante y hay un amago de sonrisa en sus labios, como si tuviese un secreto divertido. Miro su mueca traviesa y parece rejuvenecer ante mis ojos, diez, veinte, treinta y hasta sesenta años. Parece aquella chiquilla que me enamoró. Vuelve su cara hacia mí y el tiempo parece detenerse. Entre nosotros no hay palabras pero si comunicación. Me sorprende darme cuenta de que sus ojos, al contrario que su cabello, siguen de un negro intenso y pienso en aquél bolero de mi juventud… “Aquellos ojos negros”, y me pregunto cómo puede tener unos ojos tan negros y dulces.

El viento, que sopla suavemente, despeina su cabello blanco. El tiempo parece reanudarse. Su mejilla se estira al sonreírme. Es una sonrisa familiar que me hace sentir en casa. Vuelve su cabeza y yo hago lo mismo, pero regreso de vez en cuando a mirarla. Recuerdo aquella canción que decía: “Eres demasiado buena para ser verdad y no puedo quitar mis ojos de ti”. Suspiro ante la verdad de esas palabras.

Recuerdo una fiesta sorpresa por mi setenta cumpleaños, la boda de nuestra hija, pero también una habitación oscura y lágrimas amargas de… Sacudo la cabeza, desechando el recuerdo y busco otro que sea alegre.

Tras recorrer todo lo que me queda de memoria, vuelvo al presente: pienso en mi familia, lo unida que está y me siento feliz. Me pregunto qué pasará cuando yo muera. No tengo miedo. Es más, estoy tranquilo. Sin embargo, mi compañera me hace sentir muy arraigado a la tierra.

Desvío la mirada. Un alboroto de rizos rubios corre en mi dirección.

-¡Abuelo, abuelo! –grita.

La siento en mis rodillas y la miro a los ojos, iguales a los de su abuela.

-Dime, niña.

Me pide una historia. <<¿Qué historia?>>, le pregunto. <<La mejor>>, grita.

Le acaricio suavemente la mejilla.

-La mejor es la que tu inventes.

Sus cejas se alzan sorprendidas y baja de mis rodillas. Lla observo entrar en la casa y luego salir con una libreta y un bolígrafo.

Mi esposa me da unos golpecitos en la mano y yo le doy un pequeño apretón en respuesta. No tiene mucho sentido, pero nos entendemos así. Se inclina hacía mi y presiona sus labios rosados contra mi mejilla. Después me susurra al oído las mismas palabras que me dijo el día que nos juramos amor hasta la muerte:

-Tú y yo.

-Tú y yo.

Y nos mecemos en silencio en el balancín..