II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Últimos días

Alejandro Gortari, 14 años

                   Colegio El Recuerdo (Madrid)  

    La vida pasaba frente a las fachadas agujereadas de las calles de Madrid, y los ancianos sentían deslizarse lágrimas sobre sus mejillas. Sentían que iban a perder una ciudad maravillosa, ebria de recuerdos de grandes batallas, donde tantos grandes hombres habían desenlazado sus redes en un intento de permanecer en la memoria de las gentes. Generaciones que habían convivido en un paraíso de viejas glorias y honores.

    La guerra era implacable. Las tropas franquistas habían rodeado la ciudad y los republicanos huían en un intento desesperado de salvar la vida. Su vida valía poco en las manos de los vencedores.

     Los ancianos veían, mientras lloraban desconsolados a sus antiguos edificios, una silueta apenas vislumbrada en el hollín de las ventanas. Ésta era una silueta poco perceptible, no sólo por lo oscuro del momento (en Madrid, en la guerra, siempre era de noche), sino por la situación emocional del personaje. Un escritor anónimo, sentado frente a una Underwood tan anciana como el autor, presenciaba, sin enterarse la caída de las bombas sobre Madrid. Un joven de veinticinco años, enfermo de una tuberculosis que no podía curar, sentía desvanecerse su persona mientras veía a la ciudad acabarse con él.

    Había dedicado toda su vida, aunque corta, a una literatura desgraciada que, aparte de darle anonimato y miseria, le había enganchado en un torbellino de ilusiones que no se cumplirían. Ahora, enfermo y solo, el joven anarquista se cuestionaba sobre su vida. Como todos los intelectuales de la época, era más de izquierdas que Marx, y había desperdiciado tantos años quemando iglesias y matando curas que, incluso, le mordía la conciencia. Aunque no demasiado.

     Bueno, con cinco libros a sus espaldas y unos artículos publicados con el seudónimo de Lope, vivía una existencia mísera que le hacía mendigar céntimos en las calles para pagarse las cuartillas que le harían terminar su sexto y último libro. Sentía que había malgastado su vida, que más le hubiera valido ser banquero, como su padre.

    Qué triste vida la suya. Pero, aún así, no podía abandonar una literatura que para él lo era todo. Sabía que moriría antes de que terminara la guerra. Si no era por los crueles fusilamientos sería por la tuberculosis, ya muy avanzada.

    Con la triste y vaga esperanza de ser recordado, se puso a escribir.