II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

¿Últimos momentos?

Verónica Casais, 15 años

                  Colegio San José de Cluny (Santiago de Compostela)  

    Recordaba aquel día como uno de los más duros de su vida. Nunca se había sentido tan solo ni tan desesperado. Y sin embargo no podía parar de recordarlo. Quizás porque desde entonces estaba atado a aquella cama, o porque al mismo tiempo había recuperado la esperanza.

    Se recordaba tirado en la esquina de la vieja habitación de matrimonio, con las persianas bajadas y las cortinas en el suelo. Las había arrastrado consigo al caerse y se había convertido en el paño donde iban a parar sus lágrimas. Arrugada junto a él, era su única compañía, el único tacto suave que podía sentir sobre su piel. La acariciaba con su mano izquierda, tratando de emular el calor de aquellos que le habían abandonado. Al lado de la cortina, también en el suelo, el maletín de piel que había sustituido a las personas que debería haber querido por un sinfín de papeleos inacabables.

    También recordaba el tacto frío y cristalino de la botella que aferraba con su mano derecha. Su única amiga, su único oyente, su camino a la perdición. No podía evitar dar tragos continuamente, mientras lloraba con amargura, olvidando que en otro tiempo había sido un hombre de hierro que no mostraba sus sentimientos. No podía haber infierno más hiriente que estar condenado a aquella soledad. Cada trago le proporcionaba dolor y placer, una mezcla de sentimientos que hacía que el alcohol fuese aún más adictivo. Sabía que cada sorbo lo alejaba más de la vida, una vida que lo agobiaba hasta el punto de no dejarlo respirar con libertad.

    Después de aquella conciencia de su abandono habían comenzado las arcadas y el dolor estomacal. Dañinos, aunque no tanto como la desesperación. Recordaba aquellos retortijones, y la habitación dándole vueltas. Después, una negrura de inconsciencia, dulce como un sueño de olvido y evasión.

    Cuando parpadeó, una luz blanquecina le hirió los ojos y volvió a cerrarlos. Se quedó dormido antes de llegar a saber dónde estaba. Abandonarse al consuelo del sueño era lo más agradable. Durmió durante horas, y durante otras muchas fingió que dormía para no tener que abrir los ojos. No quería ver que estaba en una habitación vacía, que probablemente habría gritado durante su agonía y algún vecino había logrado llevarlo hasta allí. Se preguntó si no sería mejor que nadie lo hubiese encontrado. A nadie le importaba. En algún lugar de su interior creía que habría estado mejor muerto, pero tenía demasiado temor a lo que vendría después. No quería estar vivo, pero tampoco muerto. Quería estar ausente, como un teléfono fuera de cobertura. Pasaron dos días y siguió haciéndose el dormido, y dejando que lo alimentasen de forma intravenosa.

    -¿Cuándo dejarás de fingir? -resonó una voz en el cuarto, sobresaltándolo en su fingido letargo.

    Le pareció reconocer la voz de su mujer, pero no podía ser posible. Hacía tiempo que ella se había hartado de él, de sus borracheras, de sus mentiras, de su persona. Recordaba que en los últimos días de su convivencia ella ni siquiera soportaba verlo. Si hubiera existido alguien para representar el desprecio, sin duda habría sido ella.

    Abrió los ojos para convencerse de que no era ella. Pero estaba equivocado. Estaba allí, de pie junto a su cama. Lo miraba fijamente. No había amor en sus ojos. Había un intenso reproche que se clavaba en su corazón con mayor profundidad que un cuchillo.

    Intentó disculparse, pero las palabras no llegaban a su garganta.

    Quiso ocultar sus lágrimas, pero no tuvo fuerzas. Se dejó llevar por las emociones, y en medio de aquel llanto, una palabra salió de entre sus labios. Lo hizo despacio y con miedo, como un susurro a media voz.

    -Gracias.

    -¿Por qué?-replicó ella.

    -Por no dejarme tirado. Es lo que hubiera merecido -reconoció a duras penas.

    -No me des las gracias; ya es tarde.

    -¿Tarde para qué?

    -No preguntes para qué, pregunta para quién. Ya es tarde para ti.

    -¿Qué?

    -Tu lo has querido. No tienes solución -dijo ella desdeñosamente-. El médico ha dicho que no tienes posibilidades. No creíamos que fueses a despertar...

    -¿Qué? -preguntó, más con frustración que con sorpresa.

    En el fondo, no le extrañaba. La miró y pudo ver como se daba la vuelta para secarse una lágrima. Al menos, a ella le dolía perderlo. Eso significaba que sí le importaba a alguien, que no estaba solo. E incluso, en un momento tan duro, se sintió feliz, porque tenía a alguien que le quería e iba a entristecerse de su muerte.

    -¿Los niños lo saben? -preguntó.

    Ella asintió.

    -Dios mío...

    -Ya no son unos niños. Tú los hiciste crecer demasiado rápido para asimilar que no podían contar contigo. Les hiciste madurar y perder la confianza en los demás. No quieras protegerlos ahora. Ya te he dicho que es tarde.

    -Al menos... ¿Vendrán a verme?

    -Sí, esta tarde. No te hagas el dormido, por favor. Imagino que querrán hablar contigo. No estaría de más que te pidiesen alguna explicación.

    Se quedaron en silencio y dejaron que pasase el tiempo.

    La tarde llegó, y con ella los niños, que ya no lo eran tanto. Se acercaron a la cama y, sin mediar palabra, le abrazaron. Él sintió que aquel momento era el mejor de su vida; el más feliz.

    Ojalá se hubiera dado cuenta antes de que la mejor droga y la única que no causaba ninguna consecuencia era el amor de los suyos. Pero, como tantas veces había repetido su mujer, ya era tarde. Para él, para recuperar el tiempo perdido, para todo. Había vivido su vida como había querido, y la tiró por la borda. Ahora que flotaba en aguas tranquilas, quería volver a subirse al barco, pero no era posible.

    Pasaron la tarde hablando de logros y conquistas de los niños, contándole las cosas que en otro tiempo no le habían importado y que había despreciado voluntariamente. Todo bajo la atenta mirada de la madre, emocionada con la escena familiar, pero sorprendida de la facilidad con la que sus hijos lo habían perdonado. No le importó que no hubiese críticas ni reproches.

    Pasaron algunos días. Los médicos consideraron que podía irse del hospital, aunque sin darle ninguna esperanza de recuperación. Él se preguntaba a qué lugar se dirigiría al salir de allí. No quería volver a aquel piso solo y vacío, lleno de fantasmas del pasado.

    Quería irse con los niños. Pero quizá no debiera. Sería más duro para todos, más amargo. Y, sin embargo, necesitaba desesperadamente pasar con ellos todo el tiempo que le quedaba. Decidió escuchar lo que opinaban ellos y, como última palabra, lo que opinaba su mujer.

    -He estado pensando -fue ella la que empezó a hablar-. Creo que deberías venirte con nosotros. No me parece que sea bueno que te vayas solo. Nosotros podemos cuidarte, y en casa hay sitio para ti. Me parece lo más apropiado.

    Esbozó, poco a poco, una sonrisa y murmuró un débil "gracias". No podía describir el alivio que esa noticia le había causado. Era una esperanza, una luz en aquella oscuridad.

    Y sin pensárselo dos veces, quiso aprovechar su segunda oportunidad. Se marchó del hospital con su familia, feliz. Dispuesto a llenar de sonrisas sus últimos momentos.