V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Un corazón helado

Alejandra Díaz-Guerra, 14 años

                 Colegio Fuenllana (Madrid)  

Sentía frío, mucho frío, y miedo. La idea de morir en aquellas aguas heladas sin que nadie se enterase, me aterrorizaba. Quizá fue aquel pánico el que me ayudó a no abandonar, a intentar aferrarme a una luz, al último resquicio para seguir luchando contra aquel frío

devastador, paralizante y doloroso que se iba apoderando de todo mi cuerpo.

Busqué una luz entre mis recuerdos, pero mi mente estaba vacía; no recordaba nada. Aquello me angustió aún más. No recordar nada era lo peor que te podía pasar en aquellos momentos. Sentí ganas de ponerme a llorar. ¡Aquello era una pesadilla! Y aún así sabía que había algo al fondo de mi mente que era muy importante.

Entonces, cuando ya había decidido dejar de luchar y mi cuerpo se encontraba debajo del agua, oí un disparo y un prolongado gemido. Y fue aquel gemido el que me hizo estremecer, esta vez no por el frío.

-¡Hay alguien en el agua! ¡Lo he visto moverse! -sonó la voz ronca de un hombre.

-¡Apártate! -chilló otro mientras cogía unos prismáticos y se acercaba a la proa del barco-. Tienes razón.

-Maldita sea, hay que subirle a bordo.

Dos hombre bajaron al agua en un bote y rescataron aquel cuerpo helado cuyo corazón, por algún milagro de la hipotermia, seguía bombeando sangre.

Cuando la tumbaron en la cubierta del barco, la joven abrió los ojos y se puso a mirar en todas direcciones, hasta que halló lo que buscaba. A pocos metros de donde estaba anclado el barco, había una plataforma de hielo donde varios hombres torturaban a un grupo de focas.

En aquel instante lo recordó todo: el momento en el que se separó, sin querer, de la expedición y tuvo que seguir sola; cómo se cayó al agua al romperse la capa de hielo que la sostenía y, sobre todo, la razón por la cual estaba allí. Y la razón eran aquellos pequeños e indefensos mamíferos a los que estaban cazando ante sus propios ojos.

Una punzada de dolor le recorrió el cuerpo. Tuvo deseos de abalanzarse sobre aquellos hombres, sus salvadores, por dedicarse a la tortura de lo que ella había ido a proteger. Sentía impotencia, porque no podía hacer nada para evitarlo. Aquellas focas morirían.

Justo después de que la última foca diera su última bocanada de aire, ella se desplomó en la cubierta.