III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Un día cualquiera

Elvira Oliva López, 16 años

                  Colegio Aura (Tarragona)  

         Sucedió una mañana de invierno. Los árboles ya no tenían hojas en las ramas. El sol derretía poco a poco la escarcha formada en la superficie de los coches. Olía a pan recién hecho y se veían hombres con traje y corbata tomándose a prisa sus cafés.

      Como de costumbre, entré en el bar de Luís, “Cappuccino”, lo saludé y ocupé la silla que está junto a la ventana, mi sitio preferido. Desde ahí podía observar la calle y ver a la gente pasar. Solía ver a Manuel, el hijo de la panadera, a Mario, un antiguo alumno mío, a Lucía con sus tres dulces hijas a las que acompañaba al colegio, al conductor del autobús de las once treinta, a la vecina de arriba, a la mujer que leía en Misa todos los domingos, doña Asunción, y a muchas otras caras conocidas, aunque ninguna de ellas amistades.

      Acabado mi café, me despedí de Luís y cogí mi maleta, el abrigo color verde y me dirigí hacia el instituto donde trabajaba. Ese día me tocaba examen de matemáticas con los de cuarto y por la tarde teníamos reunión de profesores. Nos reuníamos para discutir sobre una norma propuesta por los profesores de Educación Física. Tenía entendido que siempre les había perseguido la fama de inconformistas.

      Todos estos pensamientos y algún que otro más se iban acumulando en mi cabeza a la vez que me iba acercando al instituto. De repente, me paré en seco justo a la entrada: me di cuenta de que algo se me olvidaba.

      Me quedé pensando durante unos instantes. ¿Eran los exámenes? No, los llevaba en el sobre marrón que asomaba por la maleta. ¿Había apagado el gas? Sí, lo recordaba perfectamente. ¿Y la cita con el dentista? No, eso tampoco: el día anterior había llamado para cancelarla. ¿Quizás las llaves de casa? Tampoco. El tintineo al remover el bolso me lo confirmó.

      Me empecé a poner nerviosa. ¿Qué se me había olvidado? Dudé por instante de si la reunión era realmente ese mismo día o había sido ya. Pero la duda se disipó cuando comprobé mi agenda.

      Descartando hipótesis, decidí abrir el bolso para ver si de esa forma podía averiguar qué era lo que descuidaba. Rebusqué durante algunos minutos y, por fin, lo encontré: un sobrecillo de azúcar. Entonces recordé que esa mañana me había olvidado de pagar el café.