XVII Edición
Curso 2020 - 2021
Un escondite al atardecer
Lucía Calero, 15 años
Colegio IALE (Valencia)
A sus trece años, Pablo sentía el cariño de sus padres, que lo adoraban. Además, disfrutaba de sus muchos amigos en el colegio, así como de unas buenas calificaciones. En resumen, era un niño feliz y con muchas aficiones, pues todo parecía interesarle. Sin embargo, a veces se sentía herido porque se equivocaba al ponerle nombre a los colores. Decía que los árboles tenían el tronco rojo y que el cielo era verde, y algunos chavales juzgaban que estaba loco.
Movido por la tristeza, ese tipo de días se refugiaba en un escondite que había encontrado debajo de unos setos. Desde allí dominaba el paisaje de la ciudad y veía ponerse el sol. Aprovechando la soledad, a veces lloraba. Pero también escuchaba música, merendaba un bocadillo, dejaba la mente en blanco con la mirada perdida en los edificios y se admiraba de que el sol, al morir, pudiera crear aquel juego de tonalidades. Pablo no había encontrado momentos más bellos.
De las pocas cosas que en el colegio no le gustaban, una era la clase de pintura. No tenía habilidad con el lápiz, las acuarelas, las ceras, las temperas… Además, sus obras tenían un extraño cromatismo. Si a sus compañeros el profesor les daba la enhorabuena por sus trabajos, a él le solía calificarle con un triste aprobado.
Aquel profesor les encargó un cuadro de temática libre, que debían entregar en una semana. Pablo, como si hubiese tenido una iluminación, decidió replicar su instante preferido: el atardecer desde su escondite del parque.
Llegó a su casa, cogió los pinceles, el lienzo y las temperas, y emprendió el camino hacia el parque. Durante cuatro días trabajó el cuadro y al acabar se sintió, al fin, muy satisfecho con el resultado. Por primera vez deseó que llegara la clase de pintura para que todos pudieran admirarlo.
La cara del profesor se lo dijo todo: no le gustaba. Pablo se sintió peor que nunca. Aunque aparentemente fuera una trivialidad, había puesto todo su esfuerzo en la realización de su obra.
Días, cuando había superado su decepción, acudió al oftalmólogo para que le hiciera una revisión ordinaria de la vista. Tras hacerle cada una de las pruebas, la doctora le dijo que faltaba una prueba.
–Es muy sencillo –le explicó–. Se llama “test de Ishihara”, y consiste en que me tienes que decir qué números ves en estas cartas.
Pablo tuvo dificultad para identificar algunos números y otros no fue ni siquiera capaz de verlos. La doctora les explicó a Pablo y a su padre que los resultados eran claros: el niño era daltónico.
Esa tarde Pablo fue a ver el atardecer. Llegó antes de lo habitual. Le costaba creer que viese la realidad de manera distinta al resto del mundo. Comprendió que durante toda su vida había percibido la realidad con colores diferentes. Ni los preciosos ojos verdes de su madre eran cómo él los veía, ni los arcoíris tenían los tonos que él percibía.
Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta de la llegada de una chica. Tenía un par de años más que él, era alta, morena y parecía simpática.
–Hola –le saludó–. Me llamo Candela, ¿y tú?
Pablo se quedó sorprendido, pues nunca antes la había visto.
–Pablo –contestó–. ¿Qué haces aquí?
Candela le contó que era nueva en la cuidad. Charlaron toda la tarde, hasta que llegó el momento en el que el sol comenzó a bajar. Pablo trató de explicarle lo que aquella situación le hacía sentir. Y se sintió comprendido por primera vez en mucho tiempo.
Al día siguiente volvió a encontrarse con Candela. Pablo traía un nuevo lienzo, pinceles y pinturas. Había decidido volver a pintar, pero esta vez no para clase, sino para la chica, así que no tendría que preocuparse del cromatismo.
Pablo había llegado a la conclusión de que, por ver de manera diferente, no tenía una mala percepción de la realidad. Y se alegró de que su escondite en el parque le hubiera permitido entablar aquella amistad.