III Edición
Curso 2006 - 2007
Un fugitivo por Albacete
Sandra Valcárcel, 16 años
Colegio Altaviana (Valencia)
A primera hora de la mañana, los habitantes de Villares, un pequeño pueblo de la sierra del segura, en Albacete, se disponen a preparar los aperos para comenzar la jornada en el campo como todos los años, entre diciembre y enero. Ha de recolectarse la aceituna y la cosecha de esta temporada es bien generosa.
Jesús, el Pequeño, apodado así por su corta estatura, no necesitará mano de obra extranjera porque toda la familia se reúne para celebrar la Navidad y, de paso, aprovechan para, entre todos, coger las olivas. Otros vecinos, dado que se van haciendo mayores y los hijos han desertado del campo, sí necesitan jornaleros para no dejar que se pierda tan valioso fruto. Desde hace unos años, varias familias peruanas y rumanas se han establecido en el pueblo y conviven en plena armonía con los villarenses . Ellos son los que ayudan a subsanar esa carencia de mano de obra. Pero una tarde, el policía municipal observó a un desconocido que rebuscaba algo en los contenedores de basura. Era un hombre corpulento, de grandes ojos azules y pelo castaño, largo y descuidado. Vestía con ropa sencilla pero con cierta pulcritud. Paco, el municipal, le preguntó amablemente qué hacía por el pueblo. El vagabundo le respondió con cierta dificultad, en una mezcla de inglés y español, que andaba de paso. Le pidió su documentación, y al comprobar que estaba en regla le dejó circular.
Matías, un vecino algo mayor y achacoso por sus varias dolencias, no pudo participar este año en la recolección de la aceituna, pero al medio día le gustaba coger su furgoneta Renault y subir por el camino empinado y angosto hasta sus tierras, para dar el visto bueno al trabajo realizado por sus empleados. Repasando árbol por árbol, hizo su ronda habitual. De pronto, a unos cincuenta metros observó que alguien intentaba hacer un puente en su furgoneta, con intención de robarla. Se acercó tan pronto como sus piernas le permitieron y se abalanzó sobre el ladrón, forcejeando para sacarlo del interior del vehículo. Viendo que no tenía fuerzas suficientes para conseguirlo, optó por llamar desde su teléfono móvil a la guardia civil. Apenas pudo marcar las tres primeras cifras del número, porque un fuerte golpe en la cabeza con una gran piedra le hizo caer al suelo.
Al medio día, los habitantes del pueblo, ajenos a lo ocurrido, disfrutaban de la siesta después de una buena comida reparadora. Mercedes, la esposa de Matías, llamó varias veces a su marido para avisarle que la mesa ya estaba puesta. Extrañada de que su teléfono móvil diera señal de comunicando, comenzó a impacientarse. Avisó a su cuñada y las dos subieron con el coche hasta el olivar, que no distaba más de cuatro kilómetros. No vieron la furgoneta pero sí un reguero de sangre que partía desde el camino hacia la caseta donde se guardaba el tractor y los demás utensilios de labranza. Al abrir la puerta, el grito de terror de Mercedes se expandió por el cerro como un trueno. Lo primero que observaron fue una sierra ensangrentada y después, esparcidos por el suelo, los miembros descuartizados de Matías. Desgarradas por el dolor avisaron a otros familiares y enseguida subieron acompañados por la policía. Mientras Mercedes era llevada en brazos hasta su casa, la guardia civil comenzó a rastrear la zona.
Fueron tres días de intensa angustia y de terror en el pueblo. Expertos psicólogos atendían a la esposa e hijos de Matías. Nadie salía de sus casas. Se cerraron la escuela y los comercios. Se interrumpieron las labores del campo. Villares parecía un pueblo fantasma: no se veía un alma por las calles. El cuarto día y con ayuda de perros rastreadores, encontraron al fugitivo escondido en una cueva llamada el Caunial, tapado con las mantas que utilizaba Matías para la recogida de la aceituna. El policía local enseguida reconoció al vagabundo de ojos azules y pelo castaño que había interrogado días atrás. Por su pasaporte supieron que se llamaba John Heslet y, por la policía internacional, se comprobó más tarde que se trataba de un perturbado mental que se había escapado de un hospital psiquiátrico. Éste no había sido su primer crimen, pero sí fue Villares la última etapa de su largo y ensangrentado camino.
La normalidad ha vuelto al pueblo. Sus habitantes siguen con la recolección de la oliva y la policía con más precaución con los extraños que pasan por Villares.