VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Un gesto sencillo

Marta Rojo, 15 años

                 Colegio IALE (Valencia)  

-¿Quiere tener un buen día? ¡Regale flores Alegría! –clamé, por enésima vez en lo que iba de mañana, sintiéndome estúpido.

A mi alrededor los paseantes actuaban como si yo no existiera, como si delante de sus narices no hubiera un hombre con un delantal rosa chicle y los brazos llenos de flores. Algo que, sin embargo, era difícil de ignorar.

Pasaron otros veinte minutos hasta que, harto, dejé de cualquier manera los ramos de flores en el mostrador de la tienda y le grité a Javier, mi compañero:

-¿Me cambias el sitio? –y sin darle tiempo a reaccionar le puse el delantal en las manos y me senté en el taburete detrás del mostrador.

Él refunfuñó mientras se ataba las cintas rosas alrededor de la cintura.

-De verdad que cuando llegas con mala cara te pones de un pesado… ¡Como sea, otra vez, por esa chica...!

Le ignoré y me dediqué a ver pasar a los clientes y a sumirme en mis oscuros pensamientos. Y es que Javier tenía razón. No debería estar así por ella… pero, ¿acaso era esa la razón?

Sabía, aunque no quisiera admitirlo, que la culpa no era de Sandra esta vez. De hecho no lo había sido nunca, ni siquiera en aquellas citas que acababan con los nervios de ambos, ni siquiera en los momentos de enfado en los que nos decíamos de todo. La culpa era solo mía, por no saber hacerla feliz.

Desde que la conocía, desde que quedé con ella por primera vez, no era yo mismo. Intentaba constantemente sorprenderla con regalos que pensaba que le gustaban, como peluches y perfumes; ahorraba para que saliéramos a cenar, al cine, le acompañaba de compras… En resumen, intentaba convertirme en el chico perfecto, en la persona que ella buscaba. Pero algo iba mal, algo siempre había ido mal…

Fue entonces cuando el timbre que el jefe se había empeñado en colocar al lado de la caja me devolvió a la realidad. Alcé la cabeza y pude ver, esperando a ser atendido, a un hombre joven, desaliñado y con cara de estar en su mundo. En seguida le identifiqué. Era Manuel, todo un personaje. Había sido cartero, según se contaba, pero le despidieron cuando empezó a confundir los destinatarios de las cartas y a llamar a las puertas de las casa a cabezazos. Desde entonces, toda su vida se resumía en que se sentaba en un banco y miraba con tristeza a la gente que pasaba, hasta bien entrada la noche. Me sorprendió verlo allí, con una extraña sonrisa inocente.

-Buenos días tengas, amigo mío –me saludó, muy digno.

-Dime, ¿qué te pongo? –le contesté con frialdad y sin humor para bromitas.

-Dame el ramo de rosas rojas más grande que tengas –chilló, riendo y levantando los brazos.

La floristería quedó en silencio. Miré, inseguro, a Javier, quien asintió. Luego se acercó y me susurró:

-Dáselo. Total, hoy no hemos vendido apenas nada…

Entré en el almacén y salí al cabo de un rato con un bonito ramo de flores atado con una cinta dorada. Se lo tendí a Manuel

-Escribe en la cinta: “Tuyo siempre” –me ordenó, muy serio.

-¡Hombre Manuel! ¿Una mujer? –reí, al tiempo que le seguía el juego y escribía lo que me había pedido.

Asintió.

-Sí, amigo mío, así es. Y con este ramo la tendré en el bote… ¿Sabes? En ocasiones eso basta –me guiñó un ojo y, ante mi sorpresa, ya que pensaba que se lo llevaría sin pagar, sacó un billete de veinte euros y lo dejó en mi mano.

Vi como se alejaba y tan solo me costó unos segundos reaccionar. Dejé el billete en la caja, me precipité hacia el almacén y salí, minutos después, con un sencillo ramo de rosas rojas. Cogí del mostrador una tarjeta y escribí en ella: “Te quiero”. Luego salí por la puerta, ante la atónita mirada de Javier.

En mi cabeza aún resonaban unas palabras de ánimo: “¿Quiere tener un buen día? ¡Regale flores Alegría!”