XXI Edición

Curso 2024 - 2025

Alejandro Quintana

Un gigante sobre el barro 

Gema Aparicio, 17 años

Colegio Altozano (Alicante)

Permanecen en mi retina las duras imágenes de la DANA que asoló varias localidades de la provincia de Valencia y Albacete, dejando a su paso más de doscientos fallecidos y miles de damnificados. Entre los sucesos que ocurrieron los días posteriores, quiero reconocer el que protagonizó a una persona que, por su dignidad y compromiso con el pueblo, emergió como un gigante sobre el barro que todo lo anegaba: el Rey Felipe VI.

Todos fuimos testigos de lo que pasó ese tres de noviembre de dos mil veinticuatro, día que ha quedado marcado a fuego en la historia de nuestro país. Imagino que aquellos acontecimientos provocados por la fuerte lluvia, fueron difíciles para nuestro monarca dadas las confusas noticias que se sucedían. Con independencia del alto cargo que ostenta, antes que Rey es persona de carne y hueso. Pienso que la mañana de su visita a la zona anegada, antes de partir de Madrid con rumbo a Valencia se miraría al espejo con preocupación, se peinaría y se tocaría con suavidad su barba blanca y cuidada. Seguro que también buscó la mirada cómplice y serena de Doña Letizia, su fiel y leal compañera. Decidieron dejar en el armario sus mejores galas, conscientes de a dónde se dirigían y quiénes les esperaban.

Al llegar se le tuvo que encoger el corazón. El barro lo cubría todo: construcciones derruidas y coches apilados escoltaban su paso. Pero parecía que sólo le obsesionara una idea: llegar a donde se encontraba la gente enfangada no sólo de barro, sino de desesperación y preocupación.

Con firme decisión, enfiló la calle Valencia de aquella población de Paiporta, que se había convertido en el epicentro del desastre natural. De repente, comenzaron a lloverle gritos, insultos y barro, que se le debieron incrustar en el corazón como cristales rotos. A pesar de la furia de la turba que le rodeaba, no perdió la serenidad: tenía claro que no iba a dar un paso atrás. Tan sólo se giró una vez, para ver cómo se encontraba su esposa, soberana como él, sobre la que también llovía el barro.

Felipe VI destacaba entre el gentío por su altura, que le convertía en blanco fácil del fango. A pesar de eso, en ningún momento se agachó o se escondió, manteniendo la cabeza bien alta y erguida como sostén de la dignidad que representa. Cuanto más arreciaban los proyectiles, más firme era su paso. Para eso había venido: para llevar la esperanza a su pueblo y servirlo con honor. 

Su figura se agigantó hasta fundirse en un abrazo eterno con el pueblo. Sabemos que un buen Rey es el que está junto a sus ciudadanos en los momentos más difíciles, ofreciendo apoyo y esperanza a los más necesitados. Y fue entonces cuando se acallaron los silbidos y los insultos, cuando se detuvieron las pellas de limo y todo se convirtió en una ovación de agradecimiento.