V Edición
Curso 2008 - 2009
Un hueco en mi vida
Claudia Falgueras, 15 años
Colegio La Vall (Barcelona)
He subido a un autobús público, el típico londinense de dos pisos y de color rojo, para ir a velar a Leah en el tanatorio. Me he cogido el ipod, porque el viaje no es corto. He apretado play en mi canción preferida: “Because you live”, de Jesse McCartney, y ahora que estoy a su lado me viene a la memoria uno de los versos de esta canción, que dice: “…because you make me believe in myself when nobody else did help…” (“…porque me hiciste creer en mi mismo cuando nadie estaba dispuesto a ayudarme”).
La vida para mí ha sido siempre fácil: he tenido a mi alcance lo que quería: ropa, un buen colegio, una moto, fiestas… Además, los estudios nunca han sido un grave obstáculo para mí.
Mi madre murió cuando yo aún era niña. He vivido desde entonces con mi padre, un ingeniero que trabaja en una gran empresa, aquí en Londres. Como dicen los adolescentes de ahora, yo soy una niña de papá, ya que siempre he logrado lo que he querido, cuando quería y como quería. Mi padre se pasa el día trabajando fuera, así que no se interesa demasiado por mis asuntos.
Mi primer día de colegio en esta ciudad me sirvió para catalogar a mis compañeras. Leah no era el estilo de chica con la que quería relacionarme; prefería irme con las de clase más alta, las más ricas y populares, aquellas a las que todo el mundo quería imitar. En resumen, chicas tan malcriadas como yo. Junto a ellas charlaba, pasaba ratos divertidos, nos íbamos de fiesta los fines de semana… Pero a ninguna se le ocurrió llamarme si algún día faltaba al colegio o estaba triste o malhumorada. Preferían dejarme tranquila en vez de ayudarme con sus consejos. Aquí es cuando actuaba Leah, que siempre se preocupaba por mí. Parecía que me conociera de siempre. Yo se lo agradecía, aunque me extrañaban sus atenciones porque en horario escolar yo casi nunca le dirigía palabra. Ella me hizo ver lo que en realidad importa.
Desde entonces forjamos un fuerte lazo de amistad entre ella y yo. Leah era irlandesa, de padres norteamericanos. Eran siete hermanos y vivían en una casita de las afueras de Londres. Un verano asistimos juntas a una convivencia en Austria. Nos reímos mucho al conocer a unos chicos alemanes que no entendían apenas una palabra de lo que decíamos. Las Navidades que pase con su familia fueron una maravilla. Experimenté lo que era el amor entre hermanos y padres.
Gracias a Leah cambió mi forma de actuar. Le estoy muy agradecida. Por eso no entiendo lo que ha ocurrido, por qué ha tenido que morir. Tengo la certeza de que me costará superarlo.
Veo a la señora Ann. Llora silenciosamente la ausencia de su hija. Me acerco para abrazarla. Ya no aguanto más y rompo a llorar junto a ella, hundiendo mi cara en su pecho.
Leah ha dejado un hueco que nadie podrá reemplazar.