XVII Edición

Curso 2020 - 2021

Alejandro Quintana

Un maniquí de la
calle Preciados

Paloma Peñarrubia, 17 años 

Colegio Senara (Madrid) 

El maniquí llevaba un par de décadas en el mismo escaparate, luciendo para el público femenino de la calle Preciados los cambios de tendencias que dictaba la industria de la moda. Date un caprichito era un referente en aquella vía peatonal de Madrid, pues doña Manuela, su dueña, había conseguido aunar precio con buen gusto, de modo que era mucha su clientela fija, además de aquella que pasaba de ma-nera casual por Preciados y fijaba sus ojos en el maniquí, que era de plástico duro y articulable. Se podría haber dicho que su carita, formada por una nariz pequeña y unos ojos grandes con pestañas postizas y enmarcada con una impactante peluca pelirroja, resultaba melancólicamente dulce, de no ser por el rictus de seriedad reflejado en su boca. 

En ese momento, doña Manuela estaba colocando a Sabi –nombre con el que llamaba al maniquí– en una postura escorzada. Sabi, a su vez, aguardaba el momento que la dueña cerrase el local para tum-barse en el suelo y pensar en Carlos, el dependiente que trabajaba por las tardes. ¡Era un chico tan listo y tan bueno (y tan guapo, aunque Sabi fingía ser inmune a los encantos humanos)! Estudiaba una in-geniería y necesitaba pagarse la universidad. Pero, de pronto, algo interrumpió sus ensoñaciones.

–¿Dónde está el dinero? –preguntó doña Manuela–. Estoy segura de que lo he dejado en el cajón, co-mo siempre –. Sabi, entonces, se acordó de haber visto al hijo de la dueña revisar ese cajón, a lo que no había dado importancia–. ¡Carlos! ¡Carlos!... ¿Dónde has puesto el dinero que estaba aquí?

–Pues... No lo sé... Ni idea –contestó el muchacho.

–A ver, si te encuentras en un apuro, no tenías más que pedírmelo. Anda, devuélvemelo. ¡No soporto a los mentirosos!

–Yo no he hecho nada, doña Manuela –se defendió con los ojos abiertos de par en par.

–¡Pues habrán sido los duendes!... Como no aparezca, te vas a la calle.

–Me importa un bledo si aparece o no aparece. No me quedo aquí ni un minuto más –le espetó.

Y Carlos se marchó dando un portazo.

Unos minutos después se fue también doña Manuela, profundamente indignada. 

Cuando Sabi se quedó sola, se estiró los miembros de plástico para desentumecerse mientras le daba vueltas al asunto. La turbación de Carlos al marcharse, sumada a la posibilidad de no volver a verle la convenció para salir tras él. Aunque el maniquí nunca había pisado la calle, estaba segura de que en-contraría el camino, pues muchas veces había leído en el ordenador la dirección del dependiente.

Tras un par de kilómetros descubrió a Carlos con la mirada perdida en los cristales del Viaducto. Lo único que se le ocurrió a Sabi para sacarle de aquella ensoñación, fue acercarse y desplomarse a su lado. Al oír el golpe, el universitario salió de su ensimismamiento para ayudarla, aunque sin darse cuenta de quién era porque la velaban las tinieblas de la noche. Sabi, ruborizada, se fue corriendo. 

Carlos, extrañado, echó a andar hacia su casa. Al principio el rostro extraño le había resultado familiar, aunque nunca había visto una risa tan alegre.

De vuelta en la tienda, Sabi decidió demostrar la inocencia de Carlos antes del día siguiente. Por eso volvió a salir a la calle Preciados y dirigió su rumbo hacia la casa de doña Manuela. Si su hijo se ente-rara de lo que por su culpa le había sucedido a Carlos, seguro que recapacitaba y confesaba a su madre el robo.

El maniquí se quedó a la puerta del chalecito adosado. No tenía fuerzas ni para pulsar el timbre. Apo-yada en la fachada, oyó una conversación a través de una ventana abierta. 

–Lo siento, hijo, pero ya te he dicho que hoy no vas a salir. Además, no puedo darte dinero porque el canalla de Carlos me lo ha mangado. Quién lo diría, parecía un chico tan responsable... –. Ante la mueca que su hijo dibujó en el rostro, continuó: – No me pongas caras. ¡Es absurdo que salgas a las tres de la mañana! 

–O sea, que el tío ese es un ratero –le tembló la voz, y Manuela pensó que era por la rabia– y yo me voy a quedar sin divertirme. ¡Esto es el colmo! –se puso en pie, desafiante–. Voy a darme una ducha... 

–Mejor, a ver si te limpias el enfado. Yo me voy a dormir –sentenció doña Manuela. 

A Sabi le vino una iluminación. Se coló por la ventana y recorrió los cuartos hasta entrar en el del chi-co. Buscó y rebuscó en todos los cajones, debajo de la cama, en los armarios... De pronto un rayo de luna se proyectó en el radiador. Sabi se fijó en que algo brillaba entre los tubos. Tras coger el dinero, el maniquí escribió una nota: Lo siento, mamá, no debí haberlo hecho y, tras entrar a hurtadillas en la alcoba de Manuela, la dejó junto a los billetes y las monedas sobre su mesilla. 

Cuando al día siguiente Carlos se acercaba a la tienda tras la llamada de disculpa de la dueña, se plantó un momento ante al escaparate.

<<Nunca me había fijado en la bonita sonrisa que tiene Sabi>>, pensó.