XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Un mar desconocido 

Lucía Senciales, 15 años

Colegio Sierra Blanca (Málaga) 

El alegre sol de la mañana parecía anunciar un día perfecto. Diya se acercó de puntillas a su hermana mayor, Ahmir, que contemplaba con aire preocupado el horizonte. Diya aprovechó para hacerle cosquillas.

Como despertando de un trance, Ahmir se rio y cogió a su hermano en brazos, a pesar de que solo era un poco más bajito que ella.

—¿Vamos a jugar? —preguntó él.

A Ahmir se le iluminó el rostro.

—Vale. Pero hoy va a ser un juego distinto a los demás.

Poco después, una chica morena con el cabello cubierto por un pañuelo salió de una casa, seguida por su hermano pequeño. Una vez estuvieron alejados del pueblo, Ahmir miró a su alrededor y le dijo:

—Te voy a llevar al que será, a partir de ahora, nuestro lugar de juegos. Pero no se lo puedes contar a nadie, ¿de acuerdo?

El niño asintió, intrigado.

—Ahora tienes que cogerme de las manos y cerrar los ojos. Solo podrás abrirlos cuando yo te lo diga.

Diya hizo lo que su hermana le había indicado. Apretó los párpados e inmediatamente percibió que algo tiraba de él con mucha fuerza. Durante unos instantes sintió un doloroso brillo tras sus ojos cerrados. Pero todo aquello duró apenas unos segundos; no tardó en oír la voz de su hermana, indicándole que ya podía abrirlos.

El niño se quedó boquiabierto. Bajo sus pies, en vez de la hierba seca del campo había una plataforma de piedra cubierta de algas. Y donde quiera que mirase alrededor, se extendía un vasto océano cuyas olas besaban los escalones de la plataforma, que se perdían bajo el mar, insinuando una invitación sin necesidad de palabras.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó a su hermana, que a su lado observaba el vaivén de las olas.

—Vamos a jugar.

Y ambos saltaron al mar.

Diya esperaba que el aire se le escapara, como aquellas veces que buceaba en el lago cercano al pueblo. Pero no sucedió. Entonces, vio lo inimaginable: el mundo debajo del océano era extraordinario. Estaba iluminado por la arena fosforescente del lecho marino y las burbujas relucían con aire travieso. Su hermana iba delante, con el pañuelo y el cabello danzando al antojo de las corrientes. Para sorpresa de Diya, ella le sonrió y comenzó a hablar, emitiendo decenas de aquellas burbujas iridiscentes.

—Ven, Diya.

—Ahmir, ¿cómo se llama este mar? ¿Acaso lo hemos visto alguna vez en los mapas?

Ella se rio.

—Llámalo Océano de la Imaginación.

Nadaron hacia las profundidades.

Unos bancos de peces diminutos rodeaban las manos de Diya y se escondían en las mangas de su camisa, haciéndolo reír. Los peces más grandes nadaban junto a Ahmir, como si se tratase de una vieja conocida.

El tiempo se escurrió entre los escollos plateados, las colonias de corales y las anémonas de mil tonalidades distintas. Las formas y los colores de las plantas acuáticas cambiaban según las tocara Ahmir a su antojo. Había cientos de especies de peces, de tamaños y formas distintas, que miraban con curiosidad a los hermanos cuando Ahmir presentaba a Diya aquel maravilloso juego que brotaba de su mente.

Pasaron las horas, hasta que Ahmir le tomó de la mano y ambos se elevaron hacia la superficie. Sacaron la cabeza del agua y, flotando sobre el agua brillante, contemplaron el cielo del atardecer, al tiempo que aparecían los guiños de las primeras estrellas.

Miró a Diya y le preguntó, con una felicidad luminosa como la arena del fondo:

—¿Te gustaría volver aquí conmigo?

Él fue a responder, pero, de improviso, aquel paraíso acuático se partió en dos. Escucharon un estruendo horrible y todo se volvió oscuro. Cuando volvió la luz, el mundo estaba en llamas. Los aviones sobrevolaban el cielo, que ahora estaba teñido de humo.

—¡Ahmir!¡Ahmir!... —gritó Diya, terriblemente asustado.

La vio, a unos diez metros. Una flor carmesí asomaba bajo su pañuelo y el fantasma de una sonrisa se desvanecía en sus labios. Diya se quedó con la duda de cuál habría sido su respuesta.

A miles de kilómetros de allí, una familia veía las noticias en el televisor. La voz de un locutor acompañaba las imágenes de la devastación causada por un bombardeo. Se sucedían las imágenes de algunos supervivientes, entre ellos un niño con la mirada ausente, que aferraba con sus manitas una caracola rosada.