V Edición
Curso 2008 - 2009
Un mundo sin fin
Sergio Porres, 16 años
Colegio Vizcaya (Bilbao)
Hace unas décadas comenzó la debacle.
Vivíamos en un mundo avanzado. Nuestros matemáticos habían llegado a formular ecuaciones que determinaron el resultado de los juegos de azar; los físicos se esforzaban en conseguir una teoría que nos permitiese comprender las fuerzas del universo; los economistas inauguraban definitivas teorías económicas para sortear las crisis; los filósofos llegaban a comprender todas las razones del comportamiento humano; médicos y biólogos creaban tejidos en los laboratorios y modificaban la cadena del ADN; los ingenieros habían conseguido enviar hombres a Marte y habían miniaturizado los dispositivos electrónicos hasta hacerlos imperceptibles al ojo humano. Sin embargo, una fuerza mayor arrasó la tierra.
Pese a que la humanidad dominaba una misma lengua, fuimos incapaces de ponernos de acuerdo en salvar el planeta. Nadie quería ceder un ápice por el bien común y los acontecimientos trágicos se fueron sucediendo. Primero afectó a los países menos desarrollados, lo que alivió a Occidente, que recelaba de ellos como posibles competidores. Y fue precisamente esa codicia la que desencadenó el hambre, las guerras y las epidemias.
Tuvimos el destino en nuestras manos, pero cegados por una nube de avaricia contemplamos cómo nos íbamos ahogando. Los periódicos dejaron de publicar por temor a represalias, los científicos dejaron de investigar para poner a salvo a sus familias, los bancos quebraban y los ingenieros fabricaban misiles aún más destructivos. Nuestro hogar desde hacía 100.000 años, nos vería morir. Bombas nucleares surcaban los cielos, virus y enfermedades traspasaban fronteras, millones de personas buscaban raíces para llenar sus estómagos otrora repletos de sabrosos manjares. Los terremotos asolaban la tierra, los huracanes barrían la superficie, Europa sucumbía ante el avance del desierto y los casquetes polares se derretían. Un calor de fuego asfixiaba los pulmones en verano y era en invierno, cuando se transformaba en una gélida ventisca que helaba el corazón.
Era la venganza del propio planeta. Nosotros sólo representábamos una mínima parte de su historia, la más gloriosa y la más trágica. Llegamos a alcanzar la cumbre tecnológica y social, pero sucumbimos ante nuestro egoísmo.
Aleksey pertenecía a un pequeño reducto de sobrevivientes, el último bastión, compuesto por hombres y mujeres de todas las nacionalidades, religiones, culturas y razas. Sobrevivían en una cueva en las montañas fronterizas de lo que antes habían sido India y Pakistán. Salía todos los días a buscar algo de agua, muy escasa, y no siempre lograba su objetivo. Era la dura tarea que le habían asignado junto con un norteamericano. Le parecía irónico que trabajasen juntas dos personas cuyos países habían iniciado la hecatombe nuclear. Pero la necesidad de sobrevivir era imperiosa. El odio acumulado no se podía comparar con la desaparición de la especie.
Cuando trabajaba en el Instituto climático de Moscú, Aleksey había elaborado una teoría que predecía lo que él ahora estaba contemplando: paisajes desolados en medio de la nada, un infierno. Cuando la dio a conocer, fue rechazada y objeto de mofa. Los políticos le criticaron duramente. El también se rindió y ahora se sentía culpable del mayor crimen de la historia: miles de millones de personas arrasados, reducidos a cenizas. Ese pensamiento le atormentaba por las noches, sin dejarle dormir. Se habían creído por encima de Dios y asistía al final de una era, de una estirpe, de su raza. Se le hizo un nudo en la garganta. Sentía la necesidad de que todo acabase de una vez por todas, porque entonces la vida volvería a florecer.
Aleksey se secó las lágrimas y aguzó la vista. Distinguía a lo lejos una gran mancha oscura y brillante a la luz del sol. ¡Agua! Se puso a correr como si le fuese la vida en ello, hasta alcanzar la orilla. Por fin llegaba un poco de luz. Volvía a sentirse humano. Aquella victoria le daba fuerzas: su descubrimiento apenas cambiaba nada, pero era un progreso. Eso caracteriza a la especie humana: no rendirse.
Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en una misma piedra. Aleksey esperaba que la tragedia sirviese cómo estímulo contra la estupidez del hombre.