III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Un Stradivarius

Paula Herrera

                 Colegio Canigó, Barcelona  

    Mi móvil sonaba insistentemente desde hacía más de cinco minutos. Dejé de tocar y, aguantando el arco y el violín con una sola mano, cogí el teléfono.

    -¿Se puede saber qué hacías? -era Sara.

    -Estudiar… -contesté, previendo cuál iba a ser su réplica.

    -¿Estudiar? ¿Un viernes a las ocho de la noche? ¿Estudiar, qué?

    Cogí el violín y le afiné un la 440 como respuesta.

    -¡Hum! No sé por qué lo pregunto, de verdad. ¡Serás lunática, Carla! No tienes clase en el sitio “ese” hasta la semana que viene y el examen es dentro de seis meses. ¿Te vienes a tomar algo por ahí? Vendrán todos –añadió, convencida de haber hecho un magnífico speech.

    -No, no os acompaño.

    Colgué resueltamente y me dejé caer sobre la cama. “El sitio ese”, había dicho ella…

    -¡Se llama conservatorio, ignorante! -grité.

    Al fin y al cabo, no era su culpa. De todos modos… “Bah, todo el mundo es igual”, pensé con desprecio. “Valoran más al que no sabe y habla que al que sabe y no habla”.

    Rocé delicadamente el violín con mis dedos. Era demasiado pequeño para mí: hacía dos años que tendría que haberlo cambiado por el de adultos, y en el conservatorio empezaban a cansarse de mis recurrentes: “la semana que viene”, coartada para no tener que decirles que todo era por mi padre. Desde que mi madre murió, cuando yo tenía tres años y estaba iniciándome en el solfeo, no toleraba violines grandes en casa. El de ella, un Stradivarius único, de gran valor y calidad que había pertenecido a su familia durante más de veinte generaciones, había desaparecido por decisión paterna. El espíritu de la música había sido encerrado en su mismo baúl.

    Las llaves tintinearon: mi padre llegaba del trabajo. Reanudé el cuarteto de Haydn, mi parte, Sotto voce.

    -¿Carla?

    Re sol si la si #sol… Abrió la puerta. No entendía nada.

    -¿Estudiando a estas horas? -me preguntó con una sonrisa.

    -Hola, papá –dije, arrastrando las palabras.

    -Qué bonito lo que tocas.

Bonito, nada más. Cuando se ha puesto todo el esfuerzo, el fruto es precioso. Pero cuando se entrevé lo que hay que pasar hasta conseguirlo, nada: eres una lunática. Me sentía furiosa.

    -Papá, dentro de dos miércoles hacemos el concierto de Navidad. Toco en la orquestra y con el cuarteto.

    -¿Dos miércoles? Vaya, tengo un caso importante en el juzgado de Barbastro en esa fecha. Pero haré lo posible por venir. De verdad que lo intentaré.

    Lo sabía: siempre ocurría lo mismo. Papá no había oído tocar una orquestra desde que yo tenía tres años. Esbocé una mueca de autosuficiencia.

    -Necesitaría un violín, ¿sabes? Otro violín -le tanteé.

    Él se pasó la mano por la cara. Estaba cansado.

    -Carla, ya hemos discutido eso muchas veces. ¿No crees que va siendo hora de que madures?

    Exploté.

    -¡Tú eres el que tiene que madurar! –me ahogaba-. ¿Por qué no puedo tener el violín de mamá? ¿Por qué no dejas que la vida siga su curso? ¡No puedes impedirlo! ¿De qué tienes miedo? ¡No te entiendo!

    Mi padre estaba lívido. Su voz tembló al hablar.

    -Eres una descarada. No sabes lo que dices.

    Se levantó y salió de mi habitación sin cerrar la puerta. La cerré yo, de un rabioso portazo. La Sinfonía del Nuevo Mundo me atronaba. Nunca lo conseguiría.

* * *

    Faltaban sólo cinco minutos para que empezara el concierto. Afinábamos. Paseé mi mirada por las butacas. Sabía que él no estaba allí sentado. Me coloqué resignada frente a mi atril y coloqué las partituras. Estaba nerviosa. Silencio. Un, dos...

    Arrancó el primer movimiento. La Primera de Beethoven resonaba poderosamente en el auditorio, lo llenaba.

    Segundo movimiento. Andante cantabile con moto. Una figura se movió por el fondo de la platea. Intenté no distraerme. ¿Y si fuera…?. No, era imposible.

    Tercer movimiento. Allegro molto e vivace. La figura se acercaba lentamente al escenario por el lateral derecho. Llevaba un estuche. Un estuche de violín. Era él.

    Cuarto movimiento. Mi mirada y la de él se cruzaron un instante. Me castañeaban los dientes. Los ojos se me emborronaron, las notas bailaban.

    Tocamos la cadencia final. Me levanté. Kimiyo me miró, con la cara detrás del chelo, recordándome que los del cuarteto salíamos en diez minutos. Asentí, confusa. No lo había olvidado. Caminé entre un laberinto de sillas, atriles, partituras, estuches e instrumentos. Él permanecía quieto, esperando. Nos miramos.

    -¡Elsa! -susurró mi padre, hechizado.

    Noté que se me humedecía la vista. Era la primera vez que nombraba a mi madre en muchos años.

    -¡Elsa! -repitió.

    -Papá, soy Carla.

    Él sonrió, emocionado.

    -Carla, hija mía…

    -Has venido.

    Me tendió el estuche y lo abrí. El Stradivarius dormía en su interior.

    -Tocas igual que tu madre.

    Cogí el violín. Levanté el arco sobre mi cabeza y nos miramos de nuevo. Mi alma rebosaba agradecimiento, disculpa y amor. Habían pasado diez minutos. Kimiyo, Eugeniuv y Víctor me esperaban. Afinamos. Dirigí los ojos hacia él. Contamos: un, dos. El Stradivarius despertó.