II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

Un vagón del metro

Marta Nafría, 15 años

                 Colegio Pineda (Barcelona)  

    Cada día cojo el metro tres veces. Si voy con mis amigas, hablo y me río con ellas. Si hago el trayecto con mis hermanos, lo mismo. A veces viajo sola; en estos casos, leo. El otro día iba sola pero sin libro, me lo había olvidado en casa. Como no sabía qué hacer, decidí observar a los pasajeros del vagón. La verdad es que fue muy divertido.

    Por la mañana, la mayoría dormían o leían el periódico “20 minutos”, “Metro”, “Qué”o alguno de estos que ofrecen de forma gratuita en la puerta de las estaciones. Había algún estudiante dando el último repaso al examen, pero también acabó durmiéndose. Me hizo mucha gracia una mujer que pretendía maquillarse con el traqueteo del tren.

    Después de clase volví a coger el metro con algunas amigas. El vagón estaba lleno de chicas de mi colegio y de alumnos del colegio vecino al mío. Naturalmente, todo eran gritos y risas.

Luego, por la noche, lo cogí por última vez con dos de mis hermanas. A esas horas, la gente está cansada. Sin embargo, la mayoría escuchaba música del MP3 o jugaba con el móvil. Algunos leían y el resto se limitaba a no hacer nada.

    Como se puede comprobar, las tres situaciones son muy distintas aunque se den en el mismo lugar. Nunca me había parado a pensarlo. Pero hubo algo en lo que coincidieron los tres casos: en las peleas y luchas por ser el primero en bajar del vagón y, a la vez, ser el primero en subir. ¡Pero qué afanes! ¡Si las puertas no se cierran hasta que ha subido todo el mundo! Los del andén tampoco se quedaban cortos a la hora de empujar, y eso que claramente se lee en el cartelito: “dejar salir antes de entrar”. Me quedé con la impresión de que cada cual va a lo suyo.

    Bueno, en realidad esto pensaba hasta ayer. Me pasó algo que me hizo reflexionar. Cogí el metro igual que cada mañana, para ir a clase. Como llegaba tarde, me puse a correr. Llevaba encima la mochila, la bolsa de deporte y la carpeta. Con las prisas empecé a subir las escaleras de dos en dos. De repente tropecé y me caí. Me moría de la vergüenza. Antes de levantarme, vi un brazo que se ofrecía para ayudarme. Levanté la cabeza y observé que se trataba de un abuelito que me sonreía. Este detalle me chocó. Se lo agradecí y me fui muy contenta al colegio. Había comprobado que no todos van a lo suyo, como pensaba.