XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Una amistad inesperada
Blanca Alcalá-Galiano, 14 años
Colegio Ayalde (Vizcaya)
«Un martes como cualquier otro martes», pensó Charles Prinston cuando el reloj de salón marcó las tres de la tarde. Se puso en pie, tomó una gabardina y salió de su mansión. Se detuvo en mitad del jardín para contemplar con orgullo aquella vivienda y se dirigió con un andar parsimonioso al estanco, en donde compraba la prensa. Poco después abandonó el establecimiento con el periódico The Times enrollado bajo el brazo, dispuesto a leerlo en el parque de aquel pueblo apartado de las grandes ciudades de Inglaterra.
Lord Prinston era un viejo militar de mirada tan azul como amarga. Sus vecinos lo tomaban por un excéntrico, pues era una persona de naturaleza huraña, que vivía ajeno a las necesidades de los demás. Se decía que se bastaba con la compañía de su gato persa y con la cuidada hierba de su jardín.
A Prinston le caracterizaba soltar por su boca impertinente lo primero que se le venía a la cabeza, casi siempre condenas rigurosas sobre las intenciones de los demás, con lo que había conseguido el rechazo de todo el pueblo. Pero en su interior ansiaba la posibilidad de volver a sentir el niño que fue, ya que tenía resentimiento hacia la persona en la que se había convertido, orgullosa y egocéntrica. Un inoportuno accidente y el paso de los años le habían cubierto de capas de egoísmo y soberbia con las que creía compensar el dolor sufrido.
Aquel martes, tras unos breves minutos enfrascado en la lectura, percibió el grito de un niño. Le extrañó, pues por allí no vivía ninguna familia que tuviese un hijo pequeño. Conocía a algún que otro joven, pero al cumplir los dieciocho años se marchaban en busca de trabajo, dejando el pueblo cada vez más deshabitado.
Apareció el niño, que empezó a correr alrededor del banco y a recoger del suelo las hojas de los árboles que se encontraban a su alrededor. Gritaba y canturreaba una vieja canción.
–¡Qué ruidoso! –masculló Charles.
El viejo se sorprendió al ver que el pequeño se sentaba a su lado sin dejar de tararear la melodía. Prinston se fue irritando.
–¡Qué muchacho tan insufrible! Ay que ver qué mal educan a los niños hoy en día –murmuro para sí mientras negaba con la cabeza.
–Buenos días –el niño lo saludó de pronto–. ¿Qué tal está? Me llamo Michael y soy nuevo en el pueblo.
Charles se limitó a contestar con un seco “Bien” y continuó su lectura.
–¿Y cómo se llama? –volvió a preguntar Michael.
Mister Prinston, tras dirigirle una mirada inquisitoria, le dijo:
¬–Charles.
El zagal le hizo alguna que otra pregunta más, que ya no recibió contestación. Como no comprendía la razón de aquel comportamiento arisco, le preguntó con simpleza:
–¿Qué le pasa? ¿Por qué esta solo? ¿Está triste y callado por alguna razón? ¿Quisiera ser mi amigo?
Charles lo miró con pasmo.
–¿Para qué voy a querer hacerme amigo de un niño que, a juzgar por sus modales, ni siquiera conoce las buenas maneras? –inquirió con arrogancia antes de enfrascarse de nuevo en la lectura.
No se percató de que, a su lado, Michael enrojeció de enfado:
–Entiendo que este solo. Lo que habrán tenido que soportar sus padres para criar a un hombre tan… molesto. Mi madre no admitiría una actitud como la suya; no me dejaría comportarme así –. Mister Priston cerró la páginas de The Times antes de que el chico continuara–. No me cae bien; seguro que a toda la gente del pueblo le pasa lo mismo.
Nadie se había dirigido a Charles de ese modo; nadie se había atrevido a comentarle lo desagradable que era con los demás; nadie había sido capaz de tratarle con sinceridad; nadie le había preguntado el porqué de su hostilidad. Pero, por una vez, una persona había derrumbado su coraza.
Transcurrieron unos segundos. Charles dirigió la mirada hacia Michael, al que observó desde arriba como si el chiquillo fuera un extraño animal. Se ajustó el sombrero y, poniéndose en pie, se despidió:
–Si me disculpa.
Y puso rumbo de vuelta a su mansión.
Mientras caminaba por las calles, reflexionó:
–¿En qué me he convertido? Yo no era así.
Las palabras de Michael se le habían quedado clavadas: «¡Todo lo que habrán tenido que soportar sus padres para criar a un hombre tan… tan molesto!». En aquel instante se detuvo para recordar algo doloroso que sucedió en su infancia: el accidente automovilístico que sufrieron sus padres…
Tras unos minutos de reflexión, supo que algo en él había cambiado: no quería seguir amargado. Entonces sintió como si un peso se desprendiera de él, como si se desvaneciera la capa que le cubría, como si se aclarara su necio corazón.
Unos minutos más tarde volvió a caminar por la avenida. Ya no se dirigía hacia su casa. Con una ligera sonrisa en el rostro iba en busca de Michael, dispuesto a darse una última oportunidad.