V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Una cita en Cádiz

María Ros, 15 años

                 Colegui La Vall (Barcelona)  

Nada más levantarme comprobé que aquella era una mañana soleada. Sentí un cosquilleo en la tripa, porque por la tarde iba a conocer a mi padre.

Tengo quince años y he vivido sola con mi madre en una bonita y apartada casa de la ciudad de Cádiz. Mis profesoras dicen que soy una chica despierta, que me doy cuenta de las cosas enseguida, como si hubiese madurado antes de tiempo.

Hace meses que sentía ciertas inquietudes. Al principio, coincidí con mi madre en que se trataban de signos de la pubertad. Pero, después de pausadas reflexiones, entendí que lo que llevaba meses atormentándome era ese hueco en mi vida, el de la figura paterna, que representa autoridad y respeto, responsabilidad y cariño. Mi padre, que me había abandonado antes de conocerme, antes de saber cómo era.

Hacía años que decidí fingir su muerte; no quería perdonar a alguien que, por miedo a enfrentarse a un bebé y una vida llena de responsabilidades, se había marchado para siempre. Más adelante me empezó a entrar curiosidad. ¿Cómo sería mi padre? ¿Dónde viviría?... Así que me puse a investigar. Después de repetidas búsquedas y preguntas sin respuesta, di con él. ¡Vivía en mi misma ciudad! Conseguí su dirección y le envié una carta diciéndole que necesitaba verle. Él aceptó y nos citamos el dos de agosto, a las seis, en el Puerto de Santa María.

Mi madre me llevó en coche hasta el lugar acordado. Bajé del coche y me encaminé hacia el arsenal. Allí me detuve y recorrí la vista, buscándole. Mi madre esperó dentro del coche, para darnos más intimidad. Le agradecí el gesto aunque, sinceramente, me sentía un poco perdida, pues no sabía cómo actuar. Entonces apareció un automóvil plateado. De él bajó un hombre igualmente vestido, con un elegante traje gris. Era más bien alto y de pelo cano. Posó su vista sobre mí y se me paró el corazón de repente, para empezar a latir desbocadamente acto seguido. Era él, estaba segura. Sin embargo, su rostro se iba ensombreciendo a medida que se acercaba, como si no supiera cómo empezar a decirme todo lo que pensaba, de la forma menos dolorosa posible.

Llevaba en la mano la carta que yo le había enviado, pero había algo que me decía que aquel hombre no era mi padre. La verdad, lo preferí así.

-Ha muerto esta mañana en un accidente de tráfico -murmuró-. Llevaba consigo este sobre. Es para ti.

Se marchó sin darme más explicaciones. Yo apenas pude articular sonido, intentando que mi cerebro procesara lo sucedido. Me abrumó una sensación desconocida. Me tuve que apoyar a fin de no caerme. Me sentía decepcionada, como si todo el mundo se hubiera vuelto en mi contra. ¿Por qué había tenido que morirse? ¿Por qué ahora? ¿No podía haber esperado a conocerme?

Recordé la carta, que se me había caído al suelo. La recogí y me senté frente al mar para leerla. Me vino a la cabeza que, en estos casos, la gente suele llorar. Pero yo no podía llorar la muerte de alguien al que no conocía. Había contribuido en mi existencia, vale, pero yo no sabía si merecía mis lágrimas. ¿Era pues, digno de que llorara en su tumba? ¿Digno de que le perdonara? Había hecho de mi vida un infierno. Había creado un vacío muy intenso en mí.

Mientras estaba inmersa en estos pensamientos, alguien puso su mano sobre mi hombro. Me volví y encontré a mi madre, con los ojos enrojecidos. Me besó en la frente y me susurró:

-¡Perdónale, cariño! -dijo, señalando la carta que me había dejado aquel hombre, en la que imploraba mi perdón.

Entonces rompí a llorar, suplicando que desde el cielo élme oyera y también me perdonara.

Y así nos quedamos hasta que anocheció, mirando al horizonte.

Nos teníamos la una a la otra.