III Edición
Curso 2006 - 2007
Una delicada estrella
Miguel Magaña, 16 años
Colegio San Agustín, (Madrid)
Cracovia, 20 de marzo de 1941
La ciudad se desperezaba a duras penas. Aquella era una mañana más, en la que el sol parecía carente de ánimo. Los habitantes de Cracovia se habían habituado a aquel frío amedrentador.
Los últimos meses todo había sido caótico: los alemanes habían invadido Polonia y la impotencia de un nuevo golpe contra la unidad de la nación se respiraba en el ambiente. A pesar de todo, Adina, la hija del señor Stern, permanecía aparentemente ajena a la ocupación. Al fin y al cabo, ella era una niña, una alegre chiquilla que aún seguía ofreciendo una preciosa sonrisa a todo aquel que se cruzara en su camino.
Esa mañana intentó permanecer en su cama, esperando a que su familia se despertara, pero su nerviosismo le venció: era su cumpleaños. Bajó las escaleras a trompicones para avisar a sus padres y a su hermano Itzhak. Aún somnolientos, todos se dirigieron al salón y se sentaron en el suelo, pues habían vendido los muebles más lujosos para comprar alimentos. Y a pesar de que la comida no les sobraba, procuraron olvidar momentáneamente la situación y se esforzaron en pasar un buen rato alrededor de Adina. De vez en cuando, la pequeña cerraba los ojos y pensaba en sus amigos, muchos de los cuales habían sido desplazados con sus familias a zonas rurales del país –al menos, eso es lo que ellos creían-. En cierto modo, se daba cuenta de su propio temor. Pero de repente la ilusión por el aniversario la distraía, y aquella imagen quedaba solapada.
Hacia las doce, cuando habían finalizado el almuerzo y estaban hablando y cantando, se oyeron varios golpes en la puerta. Itzhak, el más resuelto de la casa, se dirigió hacia la entrada. Adina creyó ver en su rostro una expresión de angustia. Al abrir, se encontró frente a él a dos oficiales de la schutzpolizei. No parecían polacos. Les hablaron pausadamente, con un aire de superioridad teatralizado. Al acabar su discurso les entregaron unos papeles, a modo de identificaciones.
Era el colmo: ahora, además de estar “marcados” por los brazaletes, debían mostrar aquel documento que les relacionaba oficialmente con los judíos, a quienes se les habían arrancado todos los derechos. El único motivo: su origen y la fidelidad a sus creencias.
Antes de marcharse, los policías les comunicaron que debían reunirse en la plaza de la judería esa misma tarde. Debían preparar su traslado al Ghetto llevando consigo sus pertenencias.
Tras la marcha de los agentes, Itzhak cerró la puerta aún perplejo. Nadie dijo nada. Cruzaron sus miradas, y se pusieron a recoger todo lo que les pudiera ser útil.
Ghetto “B” de Cracovia, 14 de marzo de 1943
La plaza de Zgoda, el lugar de encuentro de los trabajadores judíos, estaba desierta. Nadie se atrevía a salir a la calle. El día anterior habían escuchado los disparos y los gritos que provenían de la otra parte del Ghetto. “Deberíamos rezar por sus almas”, decían algunos, pero al instante uno de los ancianos comentaba: “No creo que los hayan matado. Los necesitan en las fábricas. Se los han llevado, nada más”.
Aunque así fuera, aquella perspectivas no les resultaba atractiva. Y además, se comentaban historias sobre campos de trabajo donde eran considerados como herramientas, en los cuales quien no valía para el trabajo era asesinado. Aunque intentaban ocultar esas conversaciones a los niños, Adina se las ingeniaba para escucharlas.
La pequeña estaba acostumbrada al hacinamiento, incluso al hambre. Su rostro delgado y mustio no reflejaba la luz de su sonrisa. Apenas podía reír. Había perdido a su padre en un enfrentamiento de un grupo de obreros con los camisas pardas. Su padre había “osado” preguntar a un joven oficial adónde llevaría la situación que vivían, y este le respondió descerrajándole un tiro por la espalda. Esa era la nueva Ley.
Por si fuera poco, su madre padecía graves problemas de salud, y temía por su hermano, envuelto ahora en las actividades de la resistencia.
Los temores de los obreros no eran infundados. A media tarde, varios batallones de las SS entraron en el Ghetto y bloquearon las puertas de vigilancia. Al cabo de treinta segundos de tensa espera, uno de los alemanes disparó a uno de los ancianos que les miraban atemorizados. Aquel fue el detonante que inició una reacción en cadena. En pocos minutos, las víctimas se contaban por decenas.
La detonación de las balas se acercaba hacia el apartamento de Adina, en donde se encontraba con su madre, una anciana y tres niños pequeños. Sin pensarlo, cogió a los niños y los escondió bajo una trampilla oculta por una alfombra. Les advirtió que debían permanecer callados, sin hacer el menor ruido.
Su madre y la anciana no tenían fuerzas para acurrucarse en aquel escondrijo. Así que decidió tumbarlas en el suelo, simulando que eran dos cadáveres. Adina se provocó un corte en la yema del dedo, con el propósito de simular las heridas de su asesinato.
Después, ella misma se escondió en un armario. Y esperó en silencio, elevando salmos a Yahvé, el mismo Dios que era motivo de su persecución.
Crown Heights, Nueva York, hoy en día
Adina sobrevivió. También su madre, la anciana y los niños. Cuando terminaron los tiroteos, huyeron por una zona del muro libre de vigilancia. Tuvieron mucha suerte. Los que quedaron en el Ghetto fueron trasladados a Auschwitz-Birkenau.
Hoy Adina vive, a pesar de su avanzada edad. Siempre trae al recuerdo a los 70.000 judíos que fueron apartados al Ghetto de Cracovia.