VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Una noche de verano

Martín-Andrés González Zamorano, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

Era una cálida noche de verano. Los latidos del mar resonaban a lo lejos como tenues suspiros y unos cándidos maullidos se dejaban oír por las callejas del pueblo. Un intenso olor a salitre y a alquitrán inundaba el ambiente. Sobre la oscuridad del océano, las luces de los pescadores parpadeaban tímidamente. Una brisa suave aleteaba entre las hojas de las palmeras. La luna blanca, pálida y mortecina, flotaba sobre el vasto cielo. Los astros tintineaban débilmente en la oscuridad.

Unos pasos resonaron en una callejuela oscura. No eran regulares. Se apoyaban sobre un bastón. Era el viejo sereno del puerto, que hacía su ronda.

-¡Las tres en punto y sin novedad! -resonó su agrietada voz entre las casas blancas después de un golpe con el bastón sobre el suelo.

Nadie conocía bien a aquel viejo. Alguna vez habían hablado con él y le veían al hacer la compra y en la misa del alba. De vez en cuando los pescadores fumaban y echaban alguna parrafada con él. Cuando había algún parto por la noche o alguna enfermedad, el viejo sereno estaba siempre allí. Al terminar la ronda, al amanecer y después de comprar pescado se encerraba en casa y no volvía a salir hasta la noche.

Sin embargo, la mañana que lo encontraron, frío y pálido, sobre el empedrado de la plaza, con su reloj antiguo de oro y su bastón en la mano, todo el pueblo se turbó. Algunos sólo sabían su nombre, aunque llevaban años viviendo con él, escuchando su agrietada voz. Tan cerca y a la vez tan lejos.

Lo enterraron una cálida noche de verano. Cuando el ataúd suspendido entre sogas, descendió bruscamente y golpeó el suelo de la tumba, todo el pueblo se estremeció: era el golpe de la última ronda.