III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Una noche fría

Juan Díaz Dorronsoro, 15 años

                Colegio El Redín (Pamplona)  

    Una noche fría en Madrid, con luna negra y lluvia suave, andaba Roberto por las callejuelas de su barrio. La cabeza gacha, arrastrando los pies, mochila al hombro y hielo por dentro. Ese día llevaba algo nuevo en la cartera del colegio, la llave para dejar de lado todos sus problemas, para darles una lección a todos los que odiaba. Eso que tenía era lo que tanto tiempo había estado buscando, y lo curioso es que aun viéndola a diario, nunca había reparado en ella. Mientras caminaba, iba pensando en las cosas que le habían sucedido aquel día: seguía sin encontrar un solo rastro de su padre, que había salido a dar un paseo hace tres años y medio. Su madre tampoco estaba, pues trabajaba desde temprano y casi nunca la veía. No había leche para el desayuno, y se conformó con dos tostadas. Al ir al colegio, deseaba con fuerzas que toda la gente de su clase estuviera enferma, o que hubieran tenido un accidente. Pero nunca era así, y al entrar en el recinto de la escuela, Paco le esperaba para darle su “saludo” matutino con los demás compañeros. Se lo pasaban muy bien con Roberto, pero no éste con ellos, o al menos no con sus juegos. Al final, entraba a clase con más heridas que cuando había salido de casa.

    En clase, Roberto caía bien a los profesores, pasaba desapercibido; tal vez ésa era la causa de la simpatía que le tenían. No armaba jaleo, siempre estaba en su esquina, callado, enfrascado en sus pensamientos. Los estudios le iban bien, y era bueno en gimnasia. Siempre pensaba que para qué le servía todo eso si no tenía amigos, y se desesperaba. Pero de pronto, ese día, mientras hacía deporte, descubrió la llave que le abriría todas las puertas, que le llevaría a un sitio donde nadie le podría seguir. Sería libre por fin, sin más encuentros con Paco ni con los demás. Salió de clase muy contento, con una sonrisa de oreja a oreja. Sabía que esa noche iba a empezar su viaje, y se iba a librar de todas sus preocupaciones. Llevaba la “llave” en la mochila, sin que nadie la viera. Pasó toda la tarde preparándose para su partida, porque el viaje iba a ser muy duro, y cuando empezó el camino, ya no estaba tan alegre como antes.

    Y así, después de mucho pensar, se dirigió al parque de al lado de su casa y se sentó junto a su árbol preferido. Con las manos temblorosas, abrió la mochila, y sacó de ella la vieja cuerda de la clase de gimnasia. De pequeño trepaba por ella, pero en el colegio la habían retirado porque no estaba en buen estado. Con gran habilidad, hizo un lazo resistente, justo a su medida. Echó la cuerda por encima de la rama más grande, y la fijó a ella. Cogió una caja de cartón que encontró junto a un contenedor. La colocó debajo del árbol y se subió a ella. Era tarde y no había nadie por allí. Metió su cabeza en el lazo. Las tripas no paraban de movérsele. La soga era a su cuello como un guante a la mano. Se sintió cómodo, el roce de la cuerda era lo más parecido al abrazo que no había recibido en la vida. Con gran firmeza, pegó una patada a la caja.

    Al principio, sólo notó un tirón muy fuerte, pero cuando intentó respirar, el aire no entró en sus pulmones. Empezó a moverse convulsamente. Era un baile con la muerte. Entonces fue cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Se arrepintió y dio unas cuantas patadas al viento. Parecía un niño de dos años con una pataleta. Roberto estaba muy nervioso, aunque sabía que dentro de poco todo habría acabado, pero seguía agitándose, queriendo escapar. Emitió un grito ahogado y tres lágrimas corrieron por sus mejillas. De pronto, tras un intenso forcejeo, la vieja cuerda cedió, y cayó al suelo. Ahí estaba, a cuatro patas, como un perro, con la lengua afuera y el pantalón mojado. Sus manos, sudorosas, temblaban sin control, y un millón de ideas asolaron su cabeza. Después de un rato, vomitó.

    Pensó en todo lo que había transcurrido en esos escasos cinco minutos. No entendía cómo había llegado a esa situación. Se dio cuenta de la estupidez que había estado a punto de cometer. Decidió que desde allí en adelante, pensaría menos con el corazón y más con la cabeza. La vida le brindaba otra oportunidad, y no la iba a tirar. La muerte no era la solución a sus problemas, tenía que afrontarlos cara a cara, como un hombre. Volvió a su casa más seguro de sí mismo que nunca.