X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Una nueva vida

Blanca Gallostra, 16 años

                 Colegió Canigó, (Barcelona)  

-David- su voz se rompía por la emoción-. David… ¡Estoy embarazada! -. Se derrumbó sobre sus brazos mientras las lágrimas ahogaban todo aquello que quería decir-. No es justo. Tenía que pasarnos ahora…

David escuchaba con infinita tristeza los lamentos de su mujer, que se entremezclaban con la secreta alegría que él experimentaba. La abrazó aún más fuerte. Las palabras de consuelo se le escapaban garganta abajo, anudándosele en el estómago. Cuanto más pensaba en la noticia, menos palabras e le ocurrían.

Permanecieron así varias horas, hasta que a ella le venció el sueño. Entonces David la levantó con sumo cuidado y la llevó a la habitación. Preparó la cama y la tumbó en ella. Colocó su cabeza sobre la almohada, como si fuese de porcelana. Después se acostó él.

Ella se sumergió en un letargo del que no quería despertar. Una extraña idea germinó en su cabeza: el bebé que crecía en su vientre era Tomás; no podía ser otro.

Durante las siguientes semanas, ajena a la realidad le canturreaba y le llamaba “rey mío”. David lo intentaba ignorar, pues creía que aquellos arranques de ternura podrían ayudarla a enfrentarse a una realidad terrible… la pérdida de aquel hijo. Aguardaba ansioso el día en que ella volviera en sí, pero no la presionaba. No podía.

Se levantaba cada mañana y le preparaba el desayuno, la despertaba y se iba al trabajo. Volvía pronto para estar con ella.

Una tarde, se encontró con que su mujer había sacado todos los juguetes de Tomás y hablaba con él.

-Este es mi favorito, ¿te acuerdas? Te lo regaló la abuela pero nunca te gustó. Lo dejabas en una esquina y jugabas con los otros. Tu padre sí que te hacía bonitos regalos -su voz se tiñó de un cariño especial, lo que enterneció a David-. Con un trozo de madera te construía maravillas.

David se acercó con sigilo, se agachó para estar a su altura y la rodeó con los brazos. La besó en la nuca.

-He llegado, cariño.

Ella se levantó bruscamente y le preparó un café. Parecía resentida con él por estropearle ese momento.

-Cariño -giró la cabeza-, he pedido cita para la ecografía-. En su rostro se dibujó una expresión casi de terror, rápidamente disimulada-. David, yo me encuentro bien.

¡Cómo temía enfrentarse a que le dijeran que el bebé no era Tomás! Acordaron que el sexo sería sorpresa, lo que ella agradeció en silencio. Sin embargo David estaba cada vez más preocupado. ¿Qué pasaría cuando el niño naciera? ¿Hasta cuándo tendrían que seguir fingiendo?

En un momento en el que se encontraron solos David y el médico, le preguntó acerca del bebé. Una niña. ¡Era una niña!... Un sentimiento de felicidad le invadió, pero su mente cayó en la cuenta de lo que podría suponer la noticia para su mujer. Una niña… Apartó aquel sombrío pensamiento de la cabeza. Ya sólo podía concentrarse en su hijita. Tenía que pensar nombres. No quería llamarla con uno demasiado común y tenía que ser elegante a la vez. Su mujer, ajena a todo, se extrañó al ver a su marido tan feliz, y se alegró por ello.

Llegó el 23 de septiembre. Hacía un año que Tomás había muerto. David contemplaba embelesado a su esposa. A pesar de estar radiante en aquel vestido premamá, llevaba una máscara en el rostro. Hacía una semana que no se la quitaba. Se mostraba agradable, casi alegre, pero detrás de esa risa tintineante se escondía un amargo llanto que sólo David conocía. Cuando estaba en la habitación, por la noche, lloraba sola en silencio. No oía las palabras de consuelo que él le susurraba al oído.

Desde la ecografía, su hija ocupaba por completo los pensamientos. Le haría una cunita de madera, con una luna y estrellas sobre un fondo azul. La vestiría como a una princesa... Le llenaba de remordimientos no poder compartir tanta felicidad con su mujer. ¡Cuán distinto había sido la otra vez! Un abismo los separaba, la felicidad de uno y la tristeza del otro. Vivían como dos extraños, pero les unía el puente invisible de su amor, que cada día parecía más débil, lo que no hacía más que aumentar su aflicción.

En el hospital se la llevaron en silla de ruedas. Él fue a aparcar. Encontró una plaza libre al fondo y estacionó marcha atrás. ¿Para ganar tiempo?... El dilema era cada vez mayor. ¿Qué podía hacer? Su mujer estaba punto de traer al mundo la nueva vida que juntos habían creado. Juntos. No podía permitir que su hija viviera atada al recuerdo de un hermano al que no había conocido. Pero tampoco podía conducir a su mujer a tan duro despertar. ¿O sí?... ¿Estaba siendo cobarde, egoísta por no ayudarla? Quizá, al fin y al cabo, la había hecho más daño al querer protegerla.

David la tomó de la mano y se la besó. Empezó a hablar, sin saber muy bien qué le decía pero sí a dónde quería llegar. Antes de acabar, su esposa se puso a llorar. Aquel llanto comenzó a derrumbarle. Una y otra vez le pedía perdón, le decía cuánto lo sentía. Entonces trajeron la niña a la habitación. El médico sonreía y el bebé estaba dormido. Parecía tan frágil, tan diminuta. David la tomó de sus brazos y la miró. A él le pareció la niña más guapa del mundo, aunque seguramente no lo fuera. Después se la entregó a su mujer. Ella la abrazó con delicadeza y miró sus ojitos cerrados. La apretó contra su pecho, declarándole todo su amor. David las observaba. Ella le dijo, en susurros, que se acercara. Él se arrodilló y se apoyó en la cama.

Acarició a su hija y besó a su mujer en los labios, algo que no había hecho en mucho tiempo.