X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Una nueva vida

Patricia de la Fuente, 16 años

                  Colegio Alborada (Madrid)  

Celia cruzó la calle. Ensimismada, ni siquiera veía los coches que esperaban impacientes a que el semáforo se pusiera en verde. La maleta que sostenía en la mano derecha se balanceaba a cada paso que daba. Iba repleta de ropa y libros nuevos, y vacía de recuerdos. Quería romper con el pasado, olvidar sus errores y a la gente que la había hecho daño.

Por eso se dirigía a la estación. Cogería un tren que la llevaría a una aldea de los Pirineos, en donde una tía tenía una casa cerca de un convento a las que hacía las veces de recadera. Y después, ¿qué haría?... No tenía planes. Por eso la aventura recién iniciada era de lo más emocionante.

Una voz que gritaba su nombre la sacó de sus cavilaciones. Levantó la vista. Un joven corría hacia ella. Era una de las personas a las que quería olvidar.

Aunque no tardó en alcanzarla, ella continuó su camino. Respondió a su saludo, pero no le miró, a pesar de que habían sido novios.

La estación estaba prácticamente vacía. Celia se detuvo junto a unos pasajeros y esperó a que llegara el tren.

-¿Cuánto tiempo vas a seguir ignorándome? –inquirió él joven, agarrándola bruscamente del brazo.

-Suéltame, por favor –replicó Celia.

-Está bien, pero me debes una respuesta. ¿Por qué te marchas? Dejas tu ciudad, renuncias a la carrera de tus sueños y a tus amigos.

-No me queda familia, Enrique. Ya lo sabes. Por eso mi tía ha accedido a que viva con ella. Y amigos… ¿Acaso son amigos quienes te abandonan cuando te encuentras sola?

Enrique guardó silencio al ver que las lágrimas se habían abierto camino por el rosto de Celia. Sabía que la joven tenía razón. Se estremeció al recordar que, tras la trágica muerte de sus padres, hubo un momento en el Celia pareció capaz de quitarse la vida.

-¿Y yo? Quédate, te ayudaré –le dijo, tendiéndole una mano.

-¿Tú? –el rostro se le endureció. Sabía que en él no podía confiar–. Acabamos hace tiempo. Entiéndelo, Enrique. Acordamos ser sólo amigos pero, de hecho, tú tampoco me abriste la puerta cuando más fuerte te llamé.

El coraje reflejado en los ojos claros de Celia atravesó de lleno el alma de Enrique. Se dio cuenta de que tenía que dejarla partir.

El sonido de un tren que se acercaba retumbó en los oídos de los dos jóvenes. Celia, a pesar de haberle dicho todas aquellas cosas a Enrique, le abrazó fuertemente.

-Despídete de todos en mi nombre, por favor. Sois parte de mi vida. Y tú no me olvides nunca.

Asomada a la ventanilla de su compartimento, no pudo evitar llorar al decir adiós a los lugares y las personas que la habían visto crecer.

***

A la sombra de un árbol, en un patio interior, una mujer joven de ojos claros sonríe serenamente mientras acaricia una paloma que ha ido a posarse sobre su hábito blanco. Una capa azul le cubre los hombros. De repente, una voz la saca de sus reflexiones:

-Hermana, ¿todavía sigue aquí? Debería terminar sus tareas.

Una monja la mira severamente.

-Madre, ya he terminado de regar las plantas y he barrido los pasillos y las escaleras. Me he permitido tomar un descanso para pensar… –le dice en un francés mal pronunciado.

La superiora la observa por encima de sus gafas. La docilidad y dulzura de su novicia le hace sonreír, aunque procura que no se dé cuenta.

-Hija mía, venía a decirte que ya estás preparada para pronunciar tus votos.

La joven mira a la superiora con incredulidad.

-Han pasado ya tres años desde que llegaste, y sé por tu mirada que has aprendido a perdonar. Ya no puedo retrasar más tu profesión, hermana Celia.

Cuando la superiora se marcha, una gota de lluvia cae sobre el ave que ha ido a posarse en el pozo. Alza el vuelo hacia el cielo encapotado. Celia levanta la vista para seguirla. Le inunda un sentimiento de paz.