III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Una rosa

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Abriste la puerta para ir a comprar el pan o para ir a echar una carta, no lo recuerdo. Cuando me llamaste estabas demasiado excitada como para recordar ese pequeño detalle. Una flor, eso es lo que había delante de tu puerta, una rosa roja, de esas que no pasan desapercibidas, de esas flores que no crecen porque sí sobre una loseta de un tercer piso en pleno centro de Madrid.

    Abriste los ojos sorprendida, preguntándote si era una broma, si todo era una equivocación, si pertenecería a la rubia del sexto. La estuviste mirando un rato largo, sin atreverte a tomarla, como si te diese vergüenza coger lo que parecía tuyo. Después buscaste defectos en la rosa, como si necesitases demostrarte que aquella flor era, efectivamente, la flor que se merece alguien como tú. Pero la rosa no estaba mustia: los pétalos eran de un rojo carmín intenso y su perfume demostraba que no hacía mucho tiempo que se encontraba allí.

    La cogiste con recelo, mirando a tu alrededor, temiendo que las paredes del rellano pudiesen delatarte y cerraste a toda prisa la puerta de tu casa. Desconcertada, la dejaste sobre la mesa, cogiste una silla y te sentaste delante de ella, para admirar su forma, sus vivos colores, como si se tratase de una obra de arte. Te preguntabas qué significaría. En el caso de cualquier otra mujer significaría amor, pero en tu caso no, porque no te permites hablar de estas cosas. En tu caso una rosa significa error, burla, ¿Quién en su sano juicio osaría regalar algo tan cargado de romanticismo como una rosa a alguien como tú? Eso es lo que pensabas...

    Desde que acabaste la carrera de Medicina te has encerrado en ti misma, en tu trabajo. Llegas a casa a las tantas, si es que llegas, porque las guardias no siempre te lo permiten, descongelas lo primero que encuentras y te plantas delante de la televisión. No coges el teléfono, porque sabes que no será él, no sueñas porque no sabes soñar si no es con él. Ves la televisión hasta que los ojos te pesan demasiado y te duermes, sola, como siempre, y a la mañana siguiente te prometes que cambiarás de vida, haces el propósito de salir más y de ser feliz, porque así calmas tu mente inquieta mientras amordazas el corazón.

    Te permitiste elucubrar sobre quién podría haber sido el desvergonzado autor de la broma. Pensaste en el chico del segundo y en el hijo de la portera, pero tu mente quiso engañarte y te sugirió la posibilidad de que hubiese sido él. Sí, ¿por qué no? Algún día tenía que arrepentirse y darse cuenta de lo mucho que valías. Una rosa no es suficiente para perdonar lo que hizo, eso te dije yo, pero no quisiste escucharme, lo tenías claro y yo no tuve más que decir. Me preguntaste si eso sería el segundo inicio de lo que nunca debería de haber acabado, y yo te dije que eso tendría que ser el final de lo que no tendrías que perdonar jamás. Me llamaste envidiosa y me callé, y tuve que escuchar como planeabas una boda imaginaria. Ocultaste tu falta de amigos con eso de “será una ceremonia íntima”, y tu miedo a la soledad con algo como “yo, sin él, me muero”. Continuaste especulando y olvidaste la rosa, y de pronto tuviste ganas de cocinar, de arreglarte y salir a la calle a comprar algo, lo que fuese, pero esta vez no querías ir sola: me pediste que te acompañase, que ya era hora de que las cosas cambiasen. Te empezaste a vestir y, por primera vez en muchos meses, te miraste en el espejo. Aunque después me lo negaste, murmuraste algo parecido a un modesto “tampoco estoy tan mal”.

    Fue entonces cuando alguien llamó a la puerta y me dijiste que me tenías que dejar, que seguramente era él.

    -Perdona, creo que tienes algo mío -era la rubia del sexto-. Debe de haber sido un error.

    -Claro, toma –te sentiste vencida, aniquilada bajo el peso de aquella humillación.

    -¿Una rosa? No, no, creo que se me ha caído una toalla en tu patio al tender la ropa.

    -¡Es verdad! –se te iluminó el rostro-. Creo que está en el tenderete. Perdona.

    Cuando se marchó, sonreíste ufana. Fuiste a la cocina y pusiste la rosa en agua. Y entonces me llamaste otra vez.

    -¿A qué hora me habías dicho que quedábamos?