V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Una sonrisa vale más
que mil palabras

María Ros, 15 años

                 Colegui La Vall (Barcelona)  

Tenía hambre. Había pasado toda la mañana deambulando por la ciudad, sin rumbo fijo.

Solo necesitaba un poco de aire fresco y caminar para desentumecer las extremidades.

Me detuve frente a una panadería, indeciso. Entonces oí gritos alegres, música…, y me giré. Detrás de mí había una feria ambulante. Me dirigí allí sin pensarlo, cautivado por todas esas luces y adornos.

Estaba todo lleno de colorido y de chiquillos correteando de un lado para otro, atropellando a la gente, sin importarles nada más que las atracciones. Ni siquiera el frío ni los gritos prevenidos de sus madres les quitaban las ganas de pasárselo bien.

Me senté en un banco y empecé a recordar las historias que contaba mi abuelo, llenas de magia y aventuras. En concreto, una de ellas. De joven, mi abuelo había trabajado en una feria como encargado de la noria.

Cierto día de invierno, se pasó varias horas haciéndola girar mientras observaba a la gente, que subía y bajaba. Los chicos entraban chulos, como pavos reales, pero muchos salían con la cara verde y vomitaban en un rincón. Atendía a personas de todas las edades: madres y padres con sus hijos, incluso abuelos con sus nietos, todos bien abrigados con sus guante y bufandas. Entonces reparó en un niño pequeño, un gitanito que, de pie, solo y triste, miraba a los otros niños con envidia.

Eran otros tiempos, tiempos en los que sólo la gente rica se podía permitir llevar a sus hijos a una feria.

El pequeño iba con ropa vieja y sucio. Estaba delgado y tenía cara de hambre. Mi abuelo lo observó fijamente un buen rato. Por fin, dejó la noria en manos de su compañero y fue a charlar con el niño, que le miró con miedo e hizo ademán de irse. Mi abuelo le detuvo con una mano.

-No te asustes. No voy a hacerte daño. ¿Cómo te llamas?

No obtuvo respuesta.

-¿Has venido solo?

Tampoco respondió.

Le tendió la mano. Él la cogió, todavía cohibido y empezaron a caminar. Llegaron al puesto de dulces y le compró tres tabletas de chocolate. El chiquillo le miraba con curiosidad, pero no dijo nada. Mi abuelo se sentó a su lado y le ofreció las golosinas. El gitano comenzó a comer con ansia. Se atragantó y mi abuelo tuvo que darle un par de palmadas en la espalda.

Cuando terminó, le llevó al tiovivo y montó cuatro veces seguidas. Sus ojos brillaban de felicidad. Después lo subió a la noria, hasta que cerraron las atracciones.

Nunca más lo volvió a ver...

Miré a mi alrededor y veía caras felices. Sonreí interiormente al recordar a mi abuelo y me alejé pensando qué bonito es dibujar una sonrisa en la cara de un niño.