III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Unas vidas diferentes

Pilar Soldado, 14 años

                Colegio Entreolivos (Sevilla)  

    Julia miraba a través de la ventana del salón. Aquel día parecía que iba a ser uno de los más bonitos de todo el verano. Pero no salió a charlar al parque con sus amigas ni a disfrutar del sol para que le acariciase sus arrugas marcadas de la frente y de las comisuras de la boca.

    Años atrás sí habría sabido aprovechar este tipo de días, ahora ya no. Es una anciana sola, un poco amargada. Por alguna razón, su hija se había marchado a Barcelona. “Seguramente es por el trabajo”, pensaba. Pero ahora, mirando los retratos del salón, aquella pregunta le golpeaba continuamente en el cerebro.

    -¿Hola? Ángela, ¿Eres tú? –saludó Julia a través del teléfono.

    -Sí mamá. Hace tiempo que no te llamaba, perdóname. Y tú, ¿cómo estás?

    -Muy sola. Te estaba echando de menos. ¿Cuándo volverás para visitarme? Hace ya un año que no te veo…

    -Lo siento, mamá. Ya sabes, el trabajo….

    -¡Ah! Claro, hija, es verdad. Bueno, tú no te preocupes por mí, pero a ver si un día encuentras un hueco y te vienes en avión.

    -Mamá, no sabes cuánto te extraño, pero ahora mismo no puede ser. Llámame la próxima vez que quieras algo, que ahora mismo estoy muy ocupada.

    -Sí, Ángela. Bueno, mi niña, cuídate mucho ¿Vale? Adiós. Te quiero.

    -Adiós, mamá. Yo también te quiero mucho.

    Julia colgó el teléfono. ¿Cómo podía ser que su hija estuviese tan ocupada como para no visitarle, para ni siquiera telefonearle? Una oleada de rabia se apoderó de su corazón. ¿Cómo podía tener una hija tan desagradecida?

***

    -¡Oh! Muchas gracias señora, se lo agradezco de todo corazón. Dios se lo pague –dijo Ángela al recibir la moneda de un euro.

    Minutos antes había mantenido una conversación con su madre. Hacía mucho tiempo que no hablaba con ella, pues el dinero recaudado en los últimos días no le alcanzaba para recargar su móvil.

    Hacía medio año que su empresa había quebrado y Ángela se encontraba bajo los techos de un antiguo centro comercial, rodeada de inmigrantes y mendigos, sola y sin trabajo.

    ¿Cómo podría viajar hasta Sevilla? Había tenido a su madre viviendo en el engaño. Sabía que eso no estaba bien, pero así podría mantener viva la llamita de esperanza de Julia. Ella pensaba que su hija trabajaba en Barcelona para una importante compañía y que su jornada laboral ocupaba la semana entera, también los días festivos. ¿Cómo podría confesarle la situación en la que estaba?

    Todos los días la chica se levantaba entre un revoltijo de trapos y cartones. Se alimentaba con los desperdicios del supermercado que repartía con los inmigrantes.

    Cada día intentaba levantarse con la esperanza de que iba a rehacer su vida.

***


    Julia no salió de casa. No hizo la cama, no invitó a las vecinas a comer. Estaba tan furiosa que la ira no la dejaba pensar con claridad. En su cerebro se repetía un “vaya hija desagradecida. No me puedo creer que no tenga un ratito para su madre ¡Ni siquiera me visitó en Navidad! Trabajo, trabajo y más trabajo. Y luego fiesta y diversión. Si ella tuviera hijos, quizás…”

    Pero la conciencia también le decía: “¡Anda, dale tiempo, mujer! ¿No es acaso tu única hija? Deja que se dé cuenta de que la necesitas…”

***

    Un grupo de reporteros de televisión se acercó a Ángela. Estaban grabando un programa sobre la mendicidad urbana.

    -Señorita, ¿qué hace usted en este lugar con todos estos inmigrantes?

    -Pues vivir como podemos. Aquí cada uno tiene una historia diferente y al final, como pueden ver, hemos acabado juntos, luchando por sobrevivir.

    -Y a usted, ¿qué le ha pasado?

    -Pues mire, mi empresa quebró y yo, como vivía en un piso en alquiler no pude pagarlo. Llevo aquí medio año, alimentándonos de lo que nos regalan -respondió.

    -¿No tiene usted a nadie, amigos o familia, que la ayude?

    -La verdad es que sí tengo una persona, pero no me gustaría que supiese en la situación en la que me encuentro. Ella piensa que sigo en mi trabajo y que no la llamo por el poco tiempo de descanso que tengo. Prefiero que viva feliz a que se entristezca por mi pobreza.

    Cientos de kilómetros más al sur, Julia derramó gruesas lágrimas frente a la pantalla del televisor.