X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Vacaciones

Roberto Gesteira, 15 años

                  Colegio El Prado (Madrid)  

Eran las tres de la madrugada y Alex tenía que levantarse para preparar todo. Cogió la lista que había elaborado en los días anteriores y se puso a tachar:

-Comida y agua, listo; ropa de abrigo, listo; saco de dormir, listo; dinero, listo; "Zalacaín, el Aventurero", listo; sudokus, listos; iPod, listo; botiquín, listo…

Una finalizó el repaso, se dispuso a coger la mochila donde guardaría la comida envasada y las tres botellas de agua. Y la lanzó por la ventana. Luego cogió una bolsa más pequeña para la ropa, el botiquín y otras cosas más e hizo lo mismo.

Como la puerta de su cuarto no tenía cerradura, colocó su mesa de estudio contra ella y una caja de madera sobre el tablero para bloquear el picaporte.

A Alex le gustaba dormir, hasta el mediodía por lo menos. Su padre o su madrastra empezaban a llamar a su puerta a partir de las once, para que se fuera despertando.

Tenía muy elaborado aquel plan: puso en el móvil una canción como melodía de alarma, para que sonara justo a las once. Para cuando llegase ese momento, él ya no estaría allí.

Ya sólo le quedaba saltar por la ventana y despedirse para siempre de aquel infierno. Así que se colgó del alféizar y cerró los cristales como pudo. Saltó y se detuvo un rato a observar el Opel Astra que había en el garaje, pero debía marcharse. Cogió sus pertenencias, se subió a la bici y dio comienzo a sus vacaciones.

Creía que no sería muy difícil llegar a Madrid desde Galicia. Primero tenía previsto bajar el monte para meterse en la carretera. Le esperaba un viaje muy largo. Tenía previstas once etapas, 60 kilómetros al día. A una media de quince kilómetros a la hora, dedicaría cuatro horas a pedalear.

Sobre las nueve de la mañana llegó a un hostal en el que se alojó hasta el día siguiente.

Todo sucedía según lo planeado: a las once en punto Alejandro, el padre de Alex, llamó a la puerta y, un segundo después, sonó la alarma.

-Oye, Bea, ¿sabes si Alex se ha levantado?

-Yo no lo he visto –le respondió su esposa mientras la hermanastra del aventurero pequeña se ponía a llorar.

-Entraré para abrirle la ventana.

Todos vieron que el picaporte estaba atascado. Intentaron empujarlo, pero parecía una manecilla de piedra.

Alejandro tomó carrerilla y arremetió contra la puerta con un golpe de hombro. A pesar del alboroto, Alex no parecía enterarse. Al segundo intento escucharon un ruido: la caja había caído. Al fin el picaporte estaba liberado.

Su padre abrió la puerta y retiró la mesa. Entonces descubrió que Alex no estaba. La habitación estaba vacía. Alejandro retiró las sábanas para descubrir un papel en el que ponía: “Alex". Al darle la vuelta, leyó: "¡ADIÓS!".

Llamó a su amigo Andrés, policía, sin poder contener las lágrimas.

-No sé dónde está mi hijo.

-Te advertí que podía ocurrir –le dijo Andrés-. No puedes obligarle a que pase el verano contigo cuando no quiere ni verte. Así que no voy a hacer nada; no quiero meterme en líos. Aunque seas mi amigo, no tengo un mandato judicial para arrestar a un niño como hice hace dos días en Madrid. Le estás destrozando la vida -. Alejandro continuaba llorando como si se hubiera roto un hueso-.

Alejandro pensó que no volvería a ver a su hijo. Su teléfono estaba allí, pero Alex haría lo posible por cambiar de número y cuenta de correo electrónico. Lo había perdido. ¡Lo había perdido! ¡Qué mal padre había sido!

Tras un durísimo viaje, Alex llegó a Madrid. Llamó a un telefonillo. Esperó unos segundos.

-¿Quién es? –escuchó una voz de mujer.

-Soy Alex, mamá.

Había llegado. Allí estaba su verdadera habitación, su cama, su casa, su madre… ¡Su maravillosa madre! Alex comenzaba a vivir.