VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Vendetta por herencia

Rafael Contreras, 16 años

                  Colegio Altocastillo (Jaén)  

El comisario López contempló con desagrado el cadáver del señor Vaglieri, el hombre más rico de la ciudad. A pesar de tener ya más de cuarenta años y llevar veinte en aquella profesión, no conseguía quitarse los escrúpulos. De no haber sido por la quietud del anciano, habría parecido dormido. Estaba echado sobre su escritorio, con los cabellos ocultándole el rostro, pálido y demacrado. Conteniendo una mueca de disgusto, examinó el cuerpo. No había rastro de puñaladas, de balazos ni nada. El diagnóstico forense había sido claro: un infarto, por causas naturales.

Sin embargo, no eran tan naturales si López estaba allí. Según los forenses, el señor Vaglieri, de casi setenta años, gozaba de buena salud y su músculo cardiaco estaba increíblemente sano. Había algo extraño en esa muerte.

Las únicas personas que había en el momento de la muerte eran la esposa, la sirvienta y el hijo del finado. López salió de la habitación, cubierta de libros y papeles. Se encontró por el pasillo al teniente Contreras, que le saludó con un gesto de cabeza.

-Buenos días, señor.

-Buenos días, Contreras -respondió el comisario.-¿Ha hablado ya con los sospechosos?

El teniente asintió

-Sí señor. El hijo está conmocionado y la esposa no paraba de llorar. La sirvienta estaba demasiado asustada como para hablar, pero aparentemente no dan signos de culpabilidad ni de remordimientos. Están en la cocina, la habitación más grande de la casa. El señor Vaglieri era un obseso de la comida y le gustaba tener muchos platos en la mesa; por eso contrataba a muchos cocineros. De ahí que la cocina fuera muy grande.

El comisario le miró con ojos penetrantes.

-Me gustaría hablar con ellos, pero en privado. Y en la cocina, a poder ser.

El teniente Contreras guió a su superior por los laberínticos pasillos de la casa, por donde los retratos de mirada fría les miraban con indiferencia. Sin duda, la dote de Vicente Vaglieri hacía honor a su fama. Todo el mundo sabía que era el capo de una mafia organizada, que se dedicaba al tráfico de drogas y armas. Era vox populi pero, sin embargo, la falta de pruebas, unido a la capacidad persuasiva del señor Vicente, impidieron meterlo entre rejas.

Llegaron a la cocina. Había una enorme vitrocerámica de quince fuegos. Sentados en el centro de la estancia estaban la sirvienta, una joven de unos veinte años de edad vestida completamente de negro, y la señora Vaglieri, de cuarenta. López contuvo una sonrisa. Le parecía burlón que las jóvenes bellezas se casarn con los viejos ricachones para sacar tajada. La ambición humana, pensó, no conocía límites. También se encontraba el hijo, que rozaba los veinte, llamado Ezio, abrazado a su madre entre sollozos.

López detectó en seguida que el crío no era lo que parecía. Era un deficiente mental. Su semblante presentaba los rasgos característicos de un síndrome de down. Le embargó la piedad porque a un joven como aquel le había tocado en una familia como esa.

Sin embargo, se concentró en su tarea y decidió interrogar, primero, a la sirvienta. Ella le dijo que dormía en el ala Este y que al levantarse encontró al señor, inerte. No paró de llorar y de aferrar un colgante que pendía de su pecho con la foto de un joven. La viuda le dijo que había estado jugando con su hijo la noche anterior al suceso. Le llegó el turno al chico, que respondió algo extraño que no aparecía en las demás versiones:

-Jugamos a médicos mamá y yo con el lápiz de papá. Papá era el paciente -sonrió.

López frunció el ceño.

-¿Lápiz? ¿Qué lápiz?

Ezio lo sacó de su bolsillo y se lo mostró. López lo tomó entre las manos. Era una jeringuilla, igual que la que usan los diabéticos para administrarse insulina. Miró a su alrededor y, sin hacer caso al chico, que le pedía que se lo devolviera, observó las estanterías y confirmó sus sospechas: todos los alimentos de la cocina eran bajos en azúcar. Todos. Presionó la parte anterior salió un líquido incoloro. El comisario probó una gota y sonrió.

* * *

López los reunió, dispuesto a desentrañar el misterio. Habló con voz clara y pausada:

-El señor Vaglieri era diabético y necesitaba de insulina para vivir. Sin ella, moriría de una hiperglucemia. Y eso fue exactamente lo que ocurrió: la sirvienta, encargada del lápiz y de las dosis, lo vació y lo llenó de agua, para que el señor muriera de una subida de azúcar, que le provocó un infarto. ¿Por qué? Venganza. El señor Vaglieri mató a su novio, un traficante de droga. No me mire así -le dijo a la sirvienta-. Les hemos investigado a todos ustedes. Para no mancharse las manos y para que pareciera un accidente, le dio la jeringa a Ezio para que se la administrara a su padre. El pobre infeliz no tenía ni idea.

-¡Sucia manipuladora! -aulló la viuda de Vaglieri

-Sin embargo, una hiperglucemia llega seguida de temblores. Ell señor Vaglieri pudo gritar-continuó López-. Usted duerme en el ala Este y no pudo haberle oído. Supuestamente tiene coartada, aunque sea la sospechosa principal. Por eso me temo, señora Vaglieri, que usted no está exenta de culpa.

La mujer le miró, incrédula.

-¿Cómo se atreve?...

-Sí -asintió López-. Usted le dejó morir, confiada de que se trataba de un infarto, para así quedarse con la herencia. Usted usted irá también a prisión.

Contreras se llevó a ambas esposadas. López alcanzó a oír como la sirvienta murmuraba:

-La vendetta es un plato que se sirve frío.