III Edición
Curso 2006 - 2007
Verde que te quiero verde
Verónica de Vicente-Retortillo, 14 años
Colegio Montealto (Madrid)
La vida transcurre imperturbable. Todo sigue su curso, a pesar de las tragedias que nos asolan: el barco continúa en la mar y el caballo en la montaña, a pesar de que mil corazones griten su desesperación. Es de noche. La gitana yace en su baranda con una herida en la cintura. Su rostro tiene el verdoso tinte de la muerte, y sus ojos están vidriosos y vacíos. La luna ilumina todas las cosas y las embellece con su tenue y misteriosa luz. Pero hoy la gitana no puede verlas. Hoy no puede cantarles sus hermosas canciones. Hoy sólo se escucha el silencio. Las plantas están más bellas que nunca, pero no pueden ayudar a la gitana.
La noche extiende su manto de oscuro terciopelo tapizado de frías y distantes estrellas. El viento susurra y gime al acariciar las ramas de la acongojada higuera, y las plantas se erizan al paso del viento, como si el monte quisiera expresar de esta forma su enfado y desesperación, llorando y pidiendo auxilio por la gitana que fue asesinada mientras esperaba a su jinete, por los sueños destrozados, por la muerte solitaria que se la llevó sin que pudiese volver a ver el rostro por ella tan anhelado.
Tiempo después, una figura pálida y cubierta de sangre se reúne con el padre de su amada. Le comunica su decisión de llevar una vida tranquila y le ruega que le conceda la mano de su hija. El suegro observa desolado, con los ojos hartos de presenciar desdichas, la tez pálida del jinete que había logrado salir con vida de una feroz contienda y que se estaba desangrando ante sus propios ojos. Suspiró con pesar y le contestó con voz afligida que no podía darle lo que pedía. Él le miró con incredulidad y le rogó que le dejase morir decentemente. Nuevamente le contestó el suegro que, a pesar de sus heridas, ya no podía entregarle lo que anhelaba. Pero el joven no le comprendió, y le volvió a suplicar que le dejase ver a su amada al menos una vez.
Sin decir nada, el suegro le guió hasta donde estaba la gitana derramando amargas lágrimas. El jinete le seguía como podía, con la cara desfigurada por el dolor, manchándolo todo de sangre a su paso. Hacía poco tiempo había tenido lugar una fiesta: los farolillos aún colgaban de la parra y el eco de los panderos resonaba sobre las primeras luces del alba.
Tras una penosa ascensión, llegaron al balcón de la joven, donde el jinete solía reunirse con ella. Sin saber por qué, el jinete sintió un escalofrío y el viento le trajo un olor amargo de muerte. Una sombra de inquietud atenazó su alma con un aliento gélido, lleno de malos presagios. Miró en derredor buscando precipitadamente a su amada, y al no hallarla, preguntó con voz trémula por ella. Su suegro le miró desazonado, con una sombra acusadora en sus apagados ojos y un lamento salió de lo más profundo de su alma:
-¡Cuántas veces te esperó! ¡Cuántas veces te estuvo aguardando en este balcón, joven y rebosante de vida como la más bella flor!
Más allá, sobre el pozo, yacía la gitana muerta, observando el mundo que tan repentinamente tuvo que abandonar con sus oscuros, vidriosos e inmóviles ojos. La luna acariciaba con ternura su rostro, acentuando su palidez y embelleciendo sus jóvenes rasgos.
Al jinete le fallaron las piernas y su lamento desgarró la noche. Abrazó el cuerpo sin vida en un intento de transmitirle la energías que le faltaban, enterrando la cara en los cabellos amados, maldiciéndose a sí mismo y suplicándole que volviera, sin prestar atención a la gente que acudía a raudales, arracimándose en torno a la pareja, haciendo preguntas, indiferentes a la angustia y el dolor sin límites del joven. Los guardias aporreaban desconsideradamente la puerta, borrachos y malhumorados.
La vida transcurre imperturbable. Todo sigue su curso, a pesar de las tragedias que nos asolan: el barco continúa en la mar y el caballo en la montaña, a pesar de que mil corazones griten su desesperación y se pregunten cómo puede seguir luciendo el sol, cómo puede reír la gente si me encuentro espantosamente solo y vacío. A mi alma no asoma ni un vestigio de la deslumbrante luz que la reconfortaba y daba una razón para existir y ser feliz. ¿Cómo sonreír cuando en tu interior estás muerto?