III Edición
Curso 2006 - 2007
Vida en el estruendo, música explosiva
Leticia de Castro, 16 años
Colegio Vizcaya (Vizcaya)
Otra noche más, un estruendo. Gritos. Dolor. De nuevo silencio. Esta vez le ha tocado a ella. Se despierta sobresaltada, su casa está en llamas, alrededor sólo hay humo. Una casa más destruida, una familia rota. Se levanta llorando, grita a sus padres. No obtiene respuesta. Les busca. Encuentra a su padre, muerto en pedazos, víctima de la explosión. El fuego abrazó a su madre, tendida en el suelo.
Las guerras no traen nada bueno, las desgracias no tardan en llegar. Nadie gana; todos pierden. Debía aprender de aquello.
Salió de la casa y miró a su alrededor. Apenas quedaba nada de lo que había sido su barrio: ni edificios con flores en las ventanas, ni la fuente del parque, ni vendedores de helados, ni payasos con globos. Todo eran ruinas, muros humeantes y calcinados, montones de escombros, familias destruidas, miedo, terror y odio.
Siguió corriendo, subió a la montaña, respiró la falsa tranquilidad de la ciudad allá arriba y lloró hasta quedarse dormida.
El estruendo, el humo, su padre muerto, su madre muerta... Tenía que ser fuerte. Veía que sus pesadillas eran reales, que le acompañaba la soledad. Eso era la guerra.
La niebla escondía los destrozos de la noche anterior. Tenía pánico de recordar. Comenzó a moverse. Regresó a casa. No quedaba nada. Le habían arrebatado su pasado, su presente y, posiblemente, su futuro. Tembló.
Cualquier día le tocaría a ella, que también moriría. A sus doce años, llevaba tres despertándose con la sonora distorsión de las bombas.
Tenía ganas de vivir, de que todo el horror acabara, la esperanza de no quedarse en el camino. Eran sentimientos encontrados. Había días en los que quería abandonarse, dejar que la vida llegase a su fin, acabar con todo en un momento. Días en los que se levantaba y veía el sol brillar. Entonces anhelaba que la luz le ayudara a ver las cosas con esperanza.
Quería comenzar una nueva vida allí donde hubiera paz, tranquilidad, silencio. Nada de disparos, metralletas ni tanques. Nada de explosiones, gritos ni muertes. Se sentía cansada. Tal vez aquello no acabara jamás, tal vez no viviera el final.
Posiblemente moriría. Sólo sería una víctima más en esa batalla inútil. Le arrebatarían su vida, sus sueños, su inocencia, todo. Sería un cadáver más, un número que se borra del mapa sin que nadie derrame una lágrima.