V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Vida en la mar

Laura García Llinás, 14 años

                 Colegio Puertoblanco (Algeciras)  

Cuando navego, la brisa roza mi rostro como una caricia. El cabello se me revuelve, libre y las gotas de agua me salpican todo el cuerpo. Sea cual sea el rumbo que haya marcado el timón, disfruto de una sensación incomparable de libertad. Mis ojos se clavan en el horizonte, buscan la dirección del viento o los caminos casi invisibles de las corrientes marinas.

Navegar… Qué deporte tan relajante. No hay obsesión alguna por ganar, simplemente de disfrutar del momento.

Lo feliz y nerviosa que me siento cuando aparece esa racha de aire con la que el velero planea sobre el agua, las escotas se tensan y el barco lanza espuma por la obra viva… ¡Qué sensación más bella!

Durante las regatas se viven muchas emociones. Además está la competitividad, el trabajo en equipo entre los compañeros de navegación, la emoción y el riesgo de volcar, la risa cuando un pez salta a la bañera o tu bocadillo cae al mar y llega esa gaviota que acechaba y engulle tu almuerzo.

Antes de salir, hay que prepararlo todo: montar las velas, anudar los cabos, vestir la ropa adecuada… Cuando dan la señal: “Barcos al agua”, podemos salir hacia el campo de regata marcado por las boyas. Todos buscamos un buen sitio por el que salir, metemos los barcos rápidamente en el agua y sacamos los carros para que sea más fácil maniobrar. Nos turnamos: mientras uno aguanta su barco y el de su compañero en el agua, otro lleva rápido los carros al interior del puerto.

Hay que observar la dirección del viento, la colocación de las balizas, por dónde salir, cómo evitar los golpes en los cascos de los contrincantes.

Cuando el barco del jurado da la señal de llamada, ¡todos a navegar con todos los sentidos atentos!

Pero el mar no es fácil. Llegan fuertes rachas de viento, olas que azotan las embarcaciones, lluvia que dificultan la visión… En ocasiones llego a sentir miedo. En otras disfruto, pero siempre conviene ser prudente, porque cuando la mar se enfurece no existe nada tan peligroso.

La velocidad me resulta excitante: colgarme, aguantar la escota para que la vela no se vaya, poner toda mi fuerza, mirar en todas direcciones, achicar el agua, no pasar la baliza antes de tiempo, estar muy pendiente para no volcar… Se unen demasiadas sensaciones a la vez: temor, nervios, diversión, esperanza...

En una ocasión nos retiramos de la regata porque el temporal era demasiado fuerte. El viento alcanzó fuerza cinco. Necesitamos que nos remolcaran a puerto, pero el hombre que guiaba la barcaza no amarró bien los cabos y se formo un gran nudo. Conseguí apañarme, aguantando la botavara con la mano, pues la escota estaba hecha una madeja, a la vez que controlaba el timón con la otra mano, colgándome hacia fuera para que el optimist no escorara ni yo cayera al agua. Pero mi compañera no consiguió apañarse. La corriente y el viento la arrastró hacia uno de los diques del puerto (esas rocas amontonadas). Navegué hasta la rampa y dejé mi barco allí para echar a correr por el dique hasta su extremo, en donde se encontraba mi amiga. La saqué del barco y me metí en él. Entre las dos empujamos el casco, alejándolo de las rocas. Después de mucho esfuerzo logramos llevarlo a tierra.

El día amanece soleado y con una ligera brisa. La mar está calma y las gaviotas sobrevuelan con agudos graznidos. Todo invita a navegar, dejar que mi velero me lleve con las olas y las mareas, sin importar el destino.