XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

Vientos que llevan juegos

Nuria Torrubiano, 16 años

 Colegio La Vall (Barcelona) 

Cuando la ola chocó contra el ventanal, una sensación de pánico se apoderó de él. Nunca había temido al agua, pues vivían al lado de la playa, pero en ese momento deseaba que el océano desapareciera. El mar, su compañero de juegos, le traicionó por la espalda, dejándolo paralizado cuando el cristal estalló en mil pedazos y un vómito de agua y escombros invadió la estancia.

Miguel luchó contra la corriente que barría el salón para llegar hasta la puerta de la casa y coger a su hermano, que se había aferrado a una silla. Habría deseado que sus padres no se hubieran ido a cenar fuera, que no le hubiesen dejado encargado del pequeño.

«¡Solo tengo quince años!...», pensó abatido.

Las basuras que había traído el mar iban de un lado al otro de la habitación, y por la ventana destrozada entraba el huracán furioso.

Llevaban una semana bajo la alerta del huracán; la espera le había dejado agotado, hasta el punto de que su casa se había convertido en una asfixiante prisión que —ironías del destino—, sus padres habían abandonado por primera vez. Así que Miguel no veía cómo podrían salir de aquel infierno en el que el agua, las maderas y los cristales luchaban entre ellos para hacerles daño, como si quisieran vengarse.

Se imaginó vestido de rojo, con casco y bien protegido, ejerciendo el oficio que anhelaba realizar: bombero. Recordó los cinco volúmenes de su colección, cada imagen y cada paso en el rescate de una vida. Entonces comenzó a jugar contra el agua como un niño juega con sus coches, aunque su hermano Jaime llorara aterrado en sus brazos.

—Jaimito, ¿te acuerdas del juego que nos inventamos cuando éramos pequeños, cuando yo era bombero y tú eras un gato en un árbol? —gritó para hacerse oír sobre el rugido de la tormenta.

Jaime asintió. En sus ojos refulgió el recuerdo.

—¿Ves cómo aparto las ramas para que lleguemos al suelo? —le dijo mientras se abría paso entre muebles caídos y madera astillada, para alcanzar el desván, que era la habitación más alta, donde el agua no los podría alcanzar.

Según las pruebas de acceso para ser bombero, de las que Miguel tenía un buen conocimiento, la primera parte del séptimo examen versaba sobre «personalidad y competencias, herramientas esenciales para el oficio». Decidió aplicarlas, sacando de su interior un resto de optimismo. Y desde ese momento la lucha pasó a ser objeto de las carcajadas de su hermanito, que agitaba las manos y gritaba:

—¡Ya casi estamos! ¡Ya casi estamos, Miguel! ¡Miau, miau!...

Se colocaron bajo la trampilla del techo.

—Jaime, es la hora de bajar del árbol —le anunció mientras tomaba una vieja escalera a la que faltaban unos cuantos peldaños—. Tienes que subir tú solo mientras yo te agarro. Abre la portezuela y espérame ahí.

Miguel se apresuró a atar una cuerda alrededor de la cintura de su hermanito, que comenzó a abrir la trampilla cuando un golpe de viento tumbó las estanterías del desván, que dejaron reducido el espacio, en el que de pronto solo cabía uno de ellos.

Sin dudarlo, Miguel ató el otro extremo de la cuerda al pie de las estanterías. Una vez arriba, Jaime no entendió la cara de determinación de su hermano cuando cerró la puerta desde afuera y le dejó sumido en la más profunda oscuridad.