III Edición
Curso 2006 - 2007
Volveré a verte, capitán
Lucia Campos Rilo, 14 años
Colegio Montespiño (La Coruña)
Hace años que se marchó. Todo seguía igual en su casa, nada había cambiado. Antes eran dos, ahora solo quedaba él.
Tiempo atrás vivía con su mujer en una gran ciudad del interior. Tenían todo lo que querían y eran felices juntos. Hasta que ella enfermó.
Consultaron al más afamado doctor de la ciudad y este les recomendó que se trasladaran a vivir a un lugar cercano al mar, hasta su recuperación.
Así lo hicieron. El se apresuró a comprar una casa y a llenarla de comodidades para su mujer enferma. No sirvió de nada. Al poco tiempo de trasladarse, ella murió, sintiendo que su marido le había dado lo mejor. Él, en cambio, jamás volvió a ser el mismo.
Hasta entonces se le conocía por ser una persona amable, alegre, buen amigo, hijo y esposo. Desde aquel día perdió el contacto con el mundo y las ganas de vivir. Se olvidó por completo de la familia que aún tenía en la ciudad.
Paseaba por los jardines mientras hablaba con el fantasma de su esposa. Mataba las horas contemplando sus fotos y retratos. Seguía actuando como si ella todavía viviese. Y así estuvo durante seis años. La gente del pueblo no se preocupó por el, pues apenas lo conocían.
Un día, animado por una bonita tarde, decidió pasear. Evitando a la gente, llegó hasta la playa, que parecía desierta salvo por un niño sentado en la arena. Tenía seis años y trataba de meter un barquito de papel en una botella. Cuando lo consiguió, cerró la botella y la tiró lejos, a las aguas.
-¿Qué haces aquí? -le preguntó amablemente el hombre.
-Jugar
-Yo he venido a pasear. Hace una tarde muy bonita.
El niño le respondió con una sonrisa.
-¿Qué hacías con la botella?
-¿No lo has visto? –preguntó el niño con sorpresa-. Mi barco acaba de zarpar.
-¿Tu barco? No lo veo por ningún lado.
-No tengo un solo barco, tengo muchos barcos -afirmó con orgullo.
-En serio. Y, ¿dónde están?
-¡Marinero de agua dulce! –el pequeño le echó en cara con una carcajada-. Están allí, flotando en el mar –y señaló otras botellas llenas de barquitos.
-¡Ah!. Con que esos son tus barcos… No creo lleguen muy lejos. La mayoría volverán a esta playa - dijo el hombre.
Ante esta observación, el niño se puso muy triste y empezó a llorar en silencio.
-¿Por que lloras?
-Me acabas de ayudar a darme cuenta de que no soy un buen capitán. Mi papá pilota su barco hasta muy lejos y no vuelve en muchos días. Pero mis embarcaciones se quedan aquí por que no soy un buen capitán
El hombre había estropeado la ilusión del niño y se sentía terriblemente culpable.
-Oye –pretendió hacerle una confidencia-, ¿sabes lo que pienso?
-¿Qué? –se interesó el niño con desgana.
-Que si tus barcos no llegan lejos es porque no les damos la oportunidad. Seguro que cuantos más barcos botes, más podrán abandonar esta playa.
Esas palabras bastaron ara que el niño se secara las lágrimas. Pero el hombre tuvo que prometerle que volvería la tarde siguiente a jugar con él.
Desde aquel día, bajaba todas las tardes a la playa y acompañaba al niño en sus juegos navales. Poco a poco fue recuperando la alegría que le había faltado desde la muerte de su mujer. Seguía paseando por su jardín y conversaba con el espectro de su esposa sobre su pequeño amigo. Le contaba con ilusión los barcos que habían botado aquella tarde, los que habían naufragado, los nombres de los veleros que más le habían gustado al niño..., con toda clase de detalles y derroche de entusiasmo. Como el pequeño, se sentía capitán de toda una flota de barquitos.
Una tarde el niño fue a la playa con una botella para él y un barco de papel, y le pidió que le pusiera un nombre y lo metiera dentro.
El hombre se pasó las horas pensando en el nombre de la embarcación de juguete. Solo cuando el pequeño estaba a punto de marcharse, dio con el apropiado. Con una pluma que llevaba escribió el nombre de su esposa y le dijo al niño:
-Fíjate bien en este barco, por que viajará tan lejos que no lo volverás a ver.
El niño se quedó muy quieto mirando al barco que se balanceaba sobre las olas.
De la cara del hombre desapareció la preocupación y la tristeza. Después de tanto tiempo, la paz había vuelto a su alma y recuperó la alegría. No había olvidado la muerte de su mujer, pero ahora por fin, conseguía asumirla.
Comprendió que el fantasma de ella había abandonado su corazón y suspiró con paz. Decidió que había llegado el momento de volver a ser feliz en la ciudad del interior.
La tarde siguiente se despidió del niño. Cuando le dijo que se marchaba, el pequeño siguió con sus juegos, tranquilo, como si no hubiera oído nada. El hombre, algo dolido, le preguntó por que no se despedía de él. Cuando una persona se marcha, hay que decir adiós. Le recordó que nunca se volverían a encontrar porque se iba muy lejos, más aún que sus barcos, pero el niño seguía sin responder.
El hombre dio la vuelta para marcharse, cuando oyó la vocecita de su amigo que le respondía con seguridad:
-Volveré a verte, Capitán.