V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Vuelo inmóvil

Álvaro Bravo, 15 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Arrastraba la fatiga de toda una semana de exámenes cuando, al entrar en casa, observé el sofá que parecía llamarme a gritos. Sucumbí a sus encantos y me dejé caer sobre él. Ya nada podría moverme de allí. Tenía por costumbre encender el televisor en mis ratos de descanso o cuando quería echarme una siesta, y aquella vez no iba a ser menos.

Comenzaron a deslumbrarme los parpadeos de luz y colores de la pantalla. Mis ojos no estaban por la labor de permanecer mucho más tiempo abiertos y aquella música que endulzaba el ambiente me hipnotizó. Al fin el sueño pudo conmigo...

Cuando desperté, mi primera reacción fue preguntarme por la hora. Miré mi reloj de muñeca. ¡Eran las doce!

-¿Cómo es posible que haya dormido toda la tarde? ¿Por qué nadie me ha despertado para cenar?

Sin embargo, el número que vi a la derecha del reloj, me llamó aún más la atención: ¡un seis y un uno! Esa hora no existe. El reloj tenía que estar roto.

Decidí salir a la terraza para asegurarme del momento del día en el que me encontraba.

Afuera el barrio estaba sumido en la más completa oscuridad. El haz de una farola me permitió divisar la fachada de enfrente. No había nadie por la calle. Es decir, perfectamente podían ser las doce y el minutero se había averiado.

Me di la vuelta para volver a entrar en casa, pero me encontré la puerta de la terraza cerrada a cal y canto. Pero no era la entrada del balcón, sino que ante mí se hallaba el portal del bloque de pisos donde vivo. Algo extraño estaba ocurriendo.

Giré de nuevo sobre mí mismo para comprobar si había sido una ilusión o no. Aquello no hizo más que confirmar mis sospechas: para mi asombro, el sol había salido de su escondite y alumbraba con una fuerza inusitada, como si aquel fuese su último día de su existencia. Los peatones iban y venían de un lado para otro, como si aún no hubiese caído la noche.

El cúmulo de sorpresas no acababa ahí: un hombre de altura media, complexión recia y de elegante chaqueta y corbata se dirigía hacia mí. Lo más curioso era su rostro: era el de un insecto.

Ya no me quedó duda: tenía que estar soñando o experimentando algún tipo de alucinación. Cuando el extraño personaje llegó a mí, me percaté de que aquel híbrido era mi profesor. Me tendió un folio y, entonces, lo comprendí todo...

Me encontraba en el aula y una hoja en blanco ocupaba mi mesa. Rápidamente propiné un manotazo a aquel diminuto invertebrado que había logrado abstraerme.