I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Y mis ojos ansiaron vivir

Ana Querejeta, 17 años

                  Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     A veces me digo que ansío morir. Tengo la cuasi certeza de que eso es lo que mi yo interior desea; pero cuando lo medito un poco, llego a la conclusión de que nadie ansía morir. Hay quien se enfrenta a la muerte con resignación. ¿Pero alguien duda su respuesta si se le diese a elegir? Sé que quien dice querer morir, quien dice hacer de la muerte su bandera y del odio su himno y su canción, quien dice desear abrazarla con fuerza, en realidad la rechaza, en realidad trata de expresar otros deseos ocultos que le aportarían la felicidad a la que todos aspiramos.

     Con lo que he dicho sabéis mucho de mí y, a la vez, no sabéis nada. En realidad, muchas veces me pregunto quién soy y ni yo mismo sé la respuesta. ¿Realmente hay alguien que me conozca? Si así es, quiero conocerlo para que me presente. Si hay un ego, también ha de haber una manera de conocerlo.

     Tengo diecisiete años, aunque en realidad son diecisiete los años que ya no tengo, y tras mirarlos me sorprende que hayan sido míos, me alegra el haberlos despreciado y me alivia que ya no formen parte de mi futuro, de ese futuro que a veces quiero que no sea. En ocasiones me echo en cara el despreciar esta vida que me han dado.

***

     Ayer me miré al espejo, pero no vi nada. Encontré finalmente mis ojos, pero no me miraban, me dijeron que no eran míos y me retaron con la mirada. Ayer discutí con mis padres, ayer me miré al espejo.

     Papá casi nunca me habla, se dirige a mi cuando es imprescindible, realmente creo que no existo para él. Si cuando yo era pequeño no le hubiesen señalado definiéndole como papá, yo nunca lo habría sabido. Pero yo no le culpo por no quererme. ¿Por qué iba a quererme si yo mismo me desprecio?

     Mamá antes me trataba como a su niño bonito. Se acercaba a mi padre y le reprochaba su falta de cariño. Muchas noches les oía discutir en la cama, apenas oía las palabras, pero jamás olvidaré aquellos gritos. Discutían por mí. Mamá lloraba mientras papá le decía furioso que yo no era más que un simple bastardo. Pronto comprendí que todas las penas de mamá, de esa madre que nunca me había dado la espalda, eran por mí, y todas sus lágrimas por mi causa. La quería tanto que preferí no oírle llorar a tener sus caricias. Decidí encerrarme en mi mundo, crear mi burbuja y rechazarla a ella, rechazar sus besos, sus abrazos, sus palabras…, aunque fuese eso lo único que tenía. Quise perderla para no oírle llorar, porque cada lágrima suya, me escocía. Poco a poco mamá comenzó a mirarme con otros ojos, ya no trataba de acercarse a mí, ya no buscaba mis palabras. Se limitaba a mirarme y yo dejé de buscar su mirada porque había en ella demasiadas preguntas. Me consuelo pensando que ella tiene a la persona que quiere y que yo no valgo la pena. No creo que mi felicidad valga la suya.

     Discutimos porque le dije que no quería estudiar Derecho, le dije que quería ser pintor. No comprende que me guste recrearme en líneas y colores, que mezclo en mi paleta mis sentimientos y plasmo en el lienzo mis sensaciones, no comprende que mi vida es altruismo. Dice que soy un idealista. Tiránicamente zanjó la discusión.

     Mientras me dirigía a mi encierro el ansia de morir, me llenó los pulmones. Anduve horas y horas tratando de alejarme de la ira que henchía mi pecho. ¿De qué me sirve ser si no puedo ser yo? Luché contra mi propia impotencia y arañé mis brazos tratando de mantener mi rabia dentro de mí y hacer mi dolor físico superior al psicológico. Me quité el pudor y, encogido con mis rodillas tocando la barbilla y abrazando mis piernas cobijado por el calor que me aportaba la manta, eché de un puntapié mis pensamientos y le abrí los brazos a mis sueños.

***

      Ayer traté de irme. La muerte es el viaje más fácil y a la vez el más complicado. No se necesita equipaje, pero el billete es realmente caro, y yo intenté ser un polizón.

     La situación se había agravado en los últimos días. Mi padre cambió su postura respecto a mí, mudó su pasividad por el maltrato psicológico constante. Cada palabra suya se clavaba dentro de mí. Traté de cerrar los ojos a este dolor y reforcé la barrera que hace tiempo había fijado entre el mundo y mi persona. Pero pronto asimilé que no hay fronteras para los sentimientos y traté de resignarme al que yo creí mi destino e intenté agarrarme con firmeza a las cuerdas del capricho de mi Amo. ¡Qué ilusa yo, la marioneta! Mi madre permitía que mi padre me hostigase y se limitaba a volver la mirada.

     Un día no pude más; el puente de fantasía en el que trataba de refugiarme perdió su base. Traté de sujetarme con vehemencia, con fuerza impetuosa a ese otro mundo que yo había creado para mí, pero la realidad me fustigó la cara. Sus palabras eran una corriente embravecida que me salpicaba. Creí que acabaría volviéndome loco. ¿Pero realmente amo esta cordura? ¿No sería más sensato repudiarla? De nuevo el deseo de dejar de ser floreció dentro de mí, pero esta vez la idea se me presentaba, ya no en blanco y negro, sino escrita en intensos colores que me atraían.

     Llegué a creer que ya no quedaba fuerza en mí, sin percatarme de que sin ella no habría sido capaz de hacer lo que luego hice. No habría sido capaz siquiera de imaginarlo. Cogí el cúter con el que afilaba mis carboncillos y sonreí pensando que mi partida tendría su lado artístico…, duro sarcasmo. Lentamente, pero con firmeza, recreándome en mi dolor, segué de un tajo lleno de valor y cobardía de una vez, las venas de mis muñecas. Un dolor frío me subió por los brazos y me llenó el cuerpo de ausencia. Sonreí pensando: <<¡He cortado las cuerdas! ¡Soy libre! Lo he logrado…>> Pero ese frío me llegó a la cabeza y el miedo me aclaró los pensamientos.

     Alcé la mirada al espejo y me vi, y vi unos ojos llenos de temor, unos ojos que trataban de agarrarse a la vida ansiándola con fervor. Entonces comprendí que ésta es mi vida. Preso del pánico traté de vivir. En mi confusión sequé la sangre que brotaba profusamente de mis muñecas a base de nerviosos lametazos, pero pronto comprendí que así no llegaría a ninguna parte. Me miré de nuevo en el espejo y vi unos ojos que ansiaban ser. Comencé a presionar mis heridas con las manos y grité desesperado, con la certeza de que ya no solucionaría nada. Luego caí y todo se volvió negro, pero en la nada flotaban esos ojos que me pedían que fuera.

     Ya no recuerdo nada; sólo que cuando abrí los ojos de nuevo seguía siendo, y era yo, no otro, yo. Mamá se apresuró a mi lado y me asió la mano. Me miraba y la miré. Sus ojos enrojecidos la culpaban de haber llorado y las sombras bajo sus ojos delataban su desvelo. Pensé en papá y le busqué impulsivamente con la mirada, ella posó su mano en una caricia en mi mejilla, con dulzura, y un calambre recorrió mi cuerpo. Una lágrima escapó de su mirada y me dijo con cariño y con dolor que él ya no estaba. Se culpó de mi locura y me pidió que le perdonara porque ella nunca se otorgaría su perdón. Me acarició diciendo que era a mí a quien quería y mi presencia la que le hacía feliz. Me pidió que empezásemos de nuevo y esta vez las lágrimas humedecieron mis mejillas. Yo me limité a abrazarla ahogando mi llanto en su hombro, y sonreí, sonreí porque ahora miro la vida con otros ojos, con esos ojos que ansiaron vivir.