III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

¿Y por qué no?

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

       Llevábamos dos años intentándolo y por fin lo habíamos conseguido. El color rosa confirmó mis sospechas. Dediqué unos minutos a pensar cómo se lo diría. Seguramente él me abrazaría y me besaría e iríamos a escoger la cuna más bonita de la tienda y, al final del día, discutiríamos, porque le querría poner el nombre de su madre, Angustias, y yo me opondría. ¡Y quién no...! Esperé a la cena.

       -¿Sabes, Carmen? Me gustaría cambiar de coche.

       -Me parece bien. Dime, ¿cuál te gusta?

       -Uno pequeño. Sólo lo necesito para ir al trabajo y para cuando vamos al pueblo.

       -¿Por qué no uno más grande?

       -¿Y para qué lo queremos? Sólo somos dos.

       En este momento no pude reprimir una sonrisa. Él dejó de apurar el plato, alzó la cabeza y me miró.

       -¿No estarás…?

       Nos abrazamos. No quería soltarme, hasta que no me quejé porque me apretaba demasiado. Al separarnos, vi que lloraba. Fue la primera y última vez que le vi llorar. Siempre fue parco en palabras y aún más en mostrar sus emociones. Me dio la mano, insistió en que me sentase y se ofreció para lavar los platos. Le dejé y utilicé la excusa de los antojos para pedirle que me fuese a buscar un helado y, ya que salía, le propuse que sacase la basura.

       Así pasaron tres meses, viviendo entre los algodones que él me ofrecía, escogiendo patucos y decidiendo qué sería el niño de mayor. Arquitecto. Sí señor. Mi niño un arquitecto.

       -Solo nos falta que decida ser artista. ¡O torero!- se reía él.

       -Quita. No. Será algo grande, lo presiento.

       -Eso seguro, un Ramón y Cajal o, quizá, un Newton.

       -No. Será alguien como tú.

       En este momento se levantó y me lo felices que íbamos a ser los tres juntos, y que nos quería mucho, pero ya no recuerdo más, porque cuando desperté ya no estábamos los tres. Volvíamos a ser dos, los dos de siempre.

       Me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle, ignorando esos ojos fijos que se me clavaban en la espalda, que no decían nada y lo decían todo a la vez. Cogí el coche y a las dos calles paré y apoyé la cabeza en el volante. Me eché a llorar. Lloré sin parar. Pensaba en nuestro sueño frustrado, en que no quería volver el lunes al trabajo y en que no me gustaban las pasas. Bajé del coche, me puse el abrigo y eché a andar en dirección al puerto, para ver si las olas me hacían olvidar.

       -¡Carmen! ¿Qué haces aquí?- era Merche, mi hermana.

       -Mira, ya no…

       -¿Puedo? –preguntó con una sonrisa al posar la mano sobre mi vientre-. Dicen que trae buena suerte.

       No lo sabía. No se lo había dicho. Pero, decir ¿qué? Que ya no iba a ser madre. Y entonces pensé en él, el único que me iba a entender, y deseé estar en la calle de los Robles número 3, en el tercer piso, abrazada al que iba a ser el padre de mi segundo hijo.

       -Claro, Merche. ¿Por qué no? –le sonreí antes de despedirme y perderme en la carretera mientras cantaba una nana bajito, muy bajito.