XV Edición

Curso 2018 - 2019    

Alejandro Quintana

¡ …y todo sereno!

Belén Ternero, 15 años

Colegio Entreolivos (Sevilla)


En aquella ciudad del Viejo Continente, a los niños pequeños se les inculcaba que cuando caía la noche nadie debía recorrer sus calles. El sereno las protegía. A su paso, las farolas se encendían. Avisaba de la hora, más puntual que un reloj, con un grito:

─¡Las once y todo sereno!

Un ladrón extranjero decidió acudir a esa ciudad a probar suerte, lejos de sus antecedentes penales. Se acogía a la noche para poner en práctica sus hablidades: era un experto cerrajero en la penumbra, con un oído agudo y un tacto muy sensible. Desvalijaba las viviendas cuando todos dormían para engordar su saco.

Pero una de esas noches, el anciano propietario de la casa a la que había decidido saquear le sorprendió en la comisión del delito. Entre balbuceos, el ladrón creyó entender que el hombre llamaría a la policía. Y eso no podía permitírselo, así que atacó al anciano con el atizador de la chimenea, le dejó malherido en el suelo y decidió llenar el saco en otro barrio, indiferente a la suerte de aquel pobre hombre.

Sin embargo, una vez en la calle se llevó otra sorpresa inesperada. Un llavero bien cargado tintineaba muy cerca al tiempo que un haz de luz asomaba por la esquina. Procedía de un candil que se mecía a merced de la brisa nocturna del verano y lo sostenía una mano huesuda. De refilón, la llama alumbró medio rostro escondido en el interior de una capucha, un rostro con la piel derretida y goteante como la cera, despegada del hueso. El ladrón se quedó paralizado, hasta que el encapuchado gritó con voz gutural:

─¡Las doce y todo sereno!

Las piernas del ladrón actuaron por sí solas y emprendieron la huida sin esperar las órdenes de su dueño, demasiado espantado como para reaccionar.

─¡Las doce y cinco y todo sereno!

Lo oyó a pocos metros de distancia, como si lo persiguiera. Entonces el ladrón soltó lastre y abandonó el saco en mitad de la acera.

─¡Las doce y diez y todo sereno!

La voz sonó a la misma distancia que la vez anterior.

El ladrón no conseguía dejarla atrás. Se sumergió en el laberinto de callejuelas estrechas del casco antiguo. Cada bocanada de aire que aspiraba le embadurnaba los pulmones con el aroma a azahar. Se tapó la nariz. Pero se hizo daño en los pies por culpa de las piedras que facilitaban el tránsito a los caballos que, en una época muy anterior, iban y venían por la ciudad.

─¡Las doce y cuarto y todo sereno!

Le pisaba los talones.

Al ladrón se le iba a salir el corazón por la boca... No quería volver la vista atrás. Lo oía cortar el aire, pero no dar pasos. Lo oía gritar, pero no respirar.

─¡Las doce y veinte y todo sereno!

Las ventanas y puertas estaban cerradas porque nadie quería saber lo que ocurría por las noches cuando el sereno estaba de guardia, así que nadie podía ayudar al ladrón, que se raspó las manos contra el yeso de una fachada al dar un cambio brusco de dirección e internarse en un callejón sin salida.

Se detuvo un momento a tomar aliento. Notaba las primeras punzadas en los gemelos. Giró la cabeza para comprobar si lo había conseguido.

─¡Las doce y media...!

La ciudad entera se estremeció con un grito agónico y aterrador que se apagó repentinamente. Le siguió un chasquear de dientes masticando y un crepitar de huesos astillados.

─¡...y todo sereno!