X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Zapatillas ensangrentadas

María Fernández Núñez-Villaveirán, 16 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

Sólo hacía unas semanas que unos vecinos se instalaron en enfrente de mi casa. Dos ancianos solían ir de vez en cuando para entregarle a una joven delgaducha una caja de zapatos. Era una caja de color rosa. Ni siquiera pasaban al interior: se la daban en la puerta de entrada a la casa. Los ancianos se iban con gesto preocupado, pero les despedía siempre con una sonrisa.

Mi padre era un pintor famoso. Hace años le pedí que me regalara un gato y a la mañana siguiente vi al animal final del pasillo.

–¡Un gatito, un gatito!…- exclamé.

Eché a correr. Casi lo tocaba con las manos cuando mi padre me apartó del gato. Bajamos al salón y me contó que no era más que un espejismo. Se trataba de un cuadro, uno de sus sorprendentes lienzos.

Al día siguiente me acerqué a saludar a la joven.

-Buenos días. ¿Es usted René?

-Si. Y tú eres la hija del artista, ¿verdad? –me respondió con acento parisino.

Entablamos conversación y me invitó a su casa. Era una vivienda vieja y triste. Había humedad en el ambiente y muy pocos muebles.

René me contó que fue primera bailarina de una de las más conocidas compañías europeas. Sobre la repisa de la chimenea vi fotografías de sus representaciones. En el suelo estaban esparcidos pares y más pares de zapatillas de ballet. Unas a medio usar, otras desgastadas y con los lazos arrancados, con las suelas rotas. Supuse que aún lo practicaba.

-¿Por qué tiene tantas? -le pregunté.

-Porque… -hizo una larga pausa-. Dicen que ya no sirvo para el ballet, pero llegó a ser mi vida. Una noche cometí la insensatez de atarme los lazos demasiado rápido y tropecé con ellos, resbalé y caí por las escaleras del escenario. Fue una humillación que pagué con una torcedura de tobillos. Quemé aquellas zapatillas rojas tan bonitas.

-Debió de ser muy doloroso… -dije en bajito.

Al cabo de dos semanas, mi padre, inspirado por el relato de la bailarina, pintó las zapatillas de ballet más hermosas, con unos delicados y finos lazos de seda. Era una obra maestra. Las zapatillas aparecían en el interior de una elegante caja, como esperando a ser tomadas. Destacaba el realismo de aquella naturaleza muerta, la firmeza del trazo y el pulso del pintor.

Como creí que a René le gustaría ver la obra, la invité a casa.

Desde que llegó, no pudo apartar la vista del cuadro. Lo pusimos junto a un ventanal para que le diese la luz de la calle. René estaba hipnotizada, parecía querer arrancar las zapatillas del lienzo. Si las hubiese llevado aquella noche, no se habría resbalado.

Nos acercamos al cuadro. La noté muy extraña. ¿Cuál era el pensamiento que la evadía de la realidad?

Y, entonces, unos rayos de sol entraron por el ventanal cegando mi vista. Vi a René abalanzarse sobre el cuadro, con tan mala suerte que se tropezó y ella y el cuadro se precipitaron contra el ventanal.

Me asomé por el vano: René abrazaba el lienzo.

Cuando se llevaron su cuerpo, mi padre recogió su obra y la guardó en el trastero durante muchos años.

Cuando él falleció pensé deshacerme de ese cuadro. Una vez lo encontré decidí limpiarlo. Algo había cambiado: el color de las zapatillas se había transformado en un tono imposible de describir, como de sangre.