XVI Edición
Curso 2019 - 2020
A dos ruedas
José Armando Castillo Esquivel, 16 años
Colegio Nuestra Señora del Pilar (Arequipa–Perú)
El reloj de Manolo dictaba las once. Todos en el orfanato sabían que era el momento del receso de la mañana. Manolo era un joven melancólico que solía pasar largas horas encerrado en su cuarto, del que solo salía para observar los atardeceres, aunque curiosamente miraba al lado opuesto del sol para <<admirar la olvidada belleza que solo aprecian quienes gustan despedir al día desde las sombras>>. Pero no era un joven amargo, como es fácil pensar, aunque nadie le veía sonreír. Sin ser grosero, gustaba de explicar a sus amigos durante la cena aquello que leía en su habitación. Y se le apreciaba por su talento con los juegos de mesa.
Pasó el tiempo y los alumnos observaban impacientes a Perico, su profesor. Esperaban que diera la orden de salida, para que pudieran divertirse un poco antes del almuerzo. Prosiguió la solemne marcha del segundero, hasta que Manolo le hizo una seña al profesor. Este, algo avergonzado del retraso, pues había dedicado su clase a hablar acerca del orden, indicó que salieran.
Manolo corrió por el pasillo hacia su cuarto. Era un reto que tenía con sus cuatro amigos: si lo alcanzaban, podían obligarle a hacer deporte con ellos. Cuando ya estaba cerca de su objetivo, sintió que le tocaban el hombro. Se detuvo con una mueca de fastidio en los labios, pero accedió a bajar al patio. Le pidieron al conserje las bicicletas y los cuatro, juntos, salieron del internado.
A la cabeza del grupo iba Camilo, el más gracioso de la pandilla, al que seguía Franco, el estudioso. En el tercer lugar Manolo y, cerrando la fila, Juan, el más travieso.
Varias veces habían intentado llegar a la costa sin conseguirlo. No es que el mar estuviera lejos, pero cada que lo intentaban o bien se rendía alguno de ellos o bien se les pinchaba una rueda, aparecían perros en la carretera que les obligaban a dar la vuelta… Pero esta vez estaban decididos a llegar.
A mitad del trayecto habían roto a sudar, aunque seguían con ánimo. Cuando faltaban pocos kilómetros, Manolo empezó a sentir fatiga, un cansancio distinto al de otras veces, pero no se amilanó. Cuando al fin alcanzaron la costa, les pareció que el esfuerzo había merecido la pena, pues la satisfacción fue más reconfortante de lo que hubieran soñado. Compraron agua, descansaron y, sin más, luego de unas fotos, se dispusieron a regresar.
Pedaleo tras pedaleo avanzaron con una extraña lentitud. Para ahorrar tiempo y arribar antes del almuerzo, buscaron una ruta alternativa. Parecía segura, aunque no estaba asfaltada. Pronto comenzaron a evitar las rodadas y a sentir las piedras. Manolo cargaba el peso de cada gota de sudor. No avanzaron mucho cuando Camilo decidió que debía regresar a la playa, de la cual no se habían alejado mucho, pues una de las llantas de su bicicleta estaba pinchada, lo que le impedía continuar. Se puso a un lado, bajó de la bici y volvió solo.
Prosiguieron los tres, después de haberle prometido a Camilo que avisarían al director del orfanato para que fueran a recogerle antes del almuerzo. Cuando habían avanzado unos kilómetros, Juan sintió un daño agudo en las piernas y se derrumbó sobre unas rocas.
–¡Me he herido¡ –anunció.
Manolo le ayudó a ponerse en pie, pero Juan se encogió en un gesto de dolor.
–Te vamos a acercar a ese árbol seco –le contó Manolo¬–. No te preocupes, te prometemos que alguien vendrá del colegio con el botiquín.
Estaban a punto de partir cuando Franco, viendo el estado de Juan, decidió quedarse para hacerle compañía.
Manolo, solo y sin otro guía que su intuición (Franco era el único del grupo que conocía aquella senda) decidió aventurarse con la bicicleta.
Su reloj señalaba la una de la tarde y el sol caía sobre el muchacho, que perdido y deshidratado se apeó de la bici cuando esta se tropezó con una piedra. Aquella roca parecía reírse de él. La pateó con enojo, pero apenas consiguió moverla. Una vez se sentó en el pasto, estuvo a punto de llorar. Pero logró calmarse y volvió a subir a la bicicleta para reanudar la marcha al compás de los golpes de su corazón.
Manolo miraba al cielo, como para reclamarle al sol que suavizara sus rayos. La fatiga le vencía, pero no quiso acobardarse. Impuso un ritmo a la pedalada, pues había escuchado que la constancia le ayudaría a conservar las pocas energías que le quedaban. Le pesaba la tentación de detenerse a descansar, pero apretó los dientes y continuó avanzando, hasta que a lo lejos vio la intersección con la carretera.
Una vez pisó el asfalto, consultó otra vez la hora: las dos.
–Ya queda poco –se dijo.
De pronto recibió un latigazo en las piernas. Le dolía todo el cuerpo.
El tiempo fue pasando cada vez más lento, hasta que pareció quedar en suspenso. Exánime, bajó de la bicileta y la tiró a un lado para comenzar a caminar. No anvazó mucho hasta que el dolor de piernas le obligó a sentarse en el suelo.
–¡Queda poco! –repitió desganado y en tono sarcástico.
–¡Queda muy poco! –escuchó a su lado.
No había nadie había cuando una mano rozó su hombro. Manolo brincó del susto.
–Queda poco Manolo –volvió a escuchar. –¡Dejate ayudar!
Manolo se sorprendió al ver a Camilo extenderle la mano.
–Llamé al Perico para que me recogiera, ya que ustedes demoraban mucho. Mientras regresábamos en el auto del colegio, te pude ver desde la ventanilla. Hemos aparcado allí delante –le indicó Camilo.
Manolo comentó a su amigo el incidente de Juan. Camilo le indicó que tanto Juan como Franco estaban en el auto, pues había querido mostrarle a Perico la ruta que habían seguido con las bicicletas, en la que se encontraron con los muchachos.
–Esta no es una de esas historias épicas de los libros que tanto te gustan. Aquí nos ayudamos todos –le dijo Camilo mientras Manolo se ponía en pie–. Sube, que te esperan los muchachos con algo de beber–.
–¡Supongo que no querrás venir más con nosotros! –exclamo Juan apenas Manolo se sentó en el coche.
–¿Bromeas? Me hace falta ejercicio. Además, he aprendido que compartir un poco de agua con mis amigos es mejor que cualquier novela.