XIII Edición
Curso 2016 - 2017
A la luz de una hoguera
Pablo Garrido, 15 años
Colegio Mulhacén (Granada)
<<Este parece un buen sitio para pasar la noche. Aquí seguro que no hiela>>, pensó Antonio mientras se frotaba las manos, pues a la caída del sol corría entre los montes un aire frío.
Buscó algunos palos secos y prendió una pequeña lumbre, que rodeó de piedras para evitar que el fuego se descontrolara. Concluida la tarea, reagrupó su rebaño en una majada hecha con una cuerda de cáñamo atada alrededor de cuatro árboles. Las estrellas fueron apareciendo con timidez.
Acostumbrado al invierno, se puso una pelliza de cuero forrada de lana y se acercó a su zurrón.
—Completamente vacío, Luna —le habló a un perro de color negro con una pequeña mancha blanca en el lomo—. No podremos cenar.
Suspirando, se sentó junto a la lumbre mientras azuzaba las llamas con otro palo seco. Luna se acercó al pastor y comenzó a gemir.
—Lo siento, pero se nos ha acabado la comida antes de lo previsto y aún estamos lejos del pueblo. ¡Maldita sea!... Treinta y cinco años al cuidado de las ovejas y mi recompensa es no tener nada para echarme al gaznate. Y como si esto no fuese suficiente, los vecinos me siguen considerando un hombre de baja estofa —suspiró al acariciar la cabeza del perro, que restregaba el hocico contra las piernas de su dueño—. Pero esto va a cambiar, Luna, ¿me oyes? Yo ya no estoy para estos trotes —a pesar de tener cuarenta y cinco años, su rostro se encontraba envejecido por las inclemencias del tiempo y sus músculos agotados por tantas fatigas—. Nos instalaremos en alguna aldea, en donde conseguiré un trabajo que nos libre de tantos padecimientos.
Luna alzó la cabeza hacia su amo y le ladró un par de veces.
—Tranquila, chica. Te prometo que mañana te conseguiré algunos restos de carne. Y yo —rio— me pediré un buen orujo caliente.
Una fuerte brisa redujo la tenue llama que sobresalía entre los tocones de la lumbre. La oscuridad había ido ganando terreno y la luna comenzaba a brillar débilmente.
—Las estrellas nos protegerán —comentó para sí mismo—. Vamos a intentar dormir un poco.
Se recostó lo más cerca que pudo de la hoguera, envolviéndose en su humilde manta.
Luna comprendió que esa noche no tendría comida, y emitiendo algunos gemidos, se tumbó a su lado resignada.
Poco después, rachas gélidas de aire comenzaron a acariciar el raso donde se encontraba Antonio. Este, acurrucado y temblando, luchó contra el frío amparándose en su abrigo.
A media noche, una de estas ráfagas de viento fue tan helada que menguó la lumbre, consiguiendo que la llama se apagara por completo. Antonio, que hasta el momento había estado tiritando, relajó sus músculos con un suspiro y se dejó llevar por el sueño que lo invadía poco a poco.
Al oír que emitía un pequeño gemido, Luna, alterada, se puso a ladrar en todas direcciones; viendo que aún así su dueño no reaccionaba, se hizo un hueco entre sus brazos y se adaptó a su cuerpo, de forma que quedó completamente pegada a él.
Tras unos minutos, Antonio despertó con brusquedad, cogiendo grandes bocanadas de aire. Cuando por fin recuperó el sosiego, observó a su perra y comprendió que había estado a punto de morir y que ella le había salvado. Conmovido, se arrebujó aún más, estrechando a Luna contra sí, dispuesto a no volver a sumirse en un sueño letal.