XVIII Edición
Curso 2021 - 2022
A los diecinueve
Ana García, 15 años
Colegio Valdefuentes (Madrid)
—¡Cuándo vais a dejarme en paz! —estalló Ágata, harta de que le metieran siempre en la misma historia, como si viviera en un bucle.
Se marchó dando un portazo, por el que, en otro momento su madre habría acudido a regañarle. Subió las escaleras y se encerró en su habitación. No quería pensar… sabía que si lo hacía podría tirarse por la ventana o salir de casa para no volver jamás, así que se puso los cascos, pulsó el botón de play y se tumbó en la cama.
Dos horas después apagó la música y pensó que quizá había llegado el momento de cambiar el futuro, de hacer algo interesante con su vida. Al fin y al cabo, ya tenía diecinueve años.
<<La pelea no ha sido por mi culpa, pero podría haberla evitado. Si al menos mamá y papá no me regañasen por cada movimiento que hago… Creo que no me queda otra opción que independizarme>>, pensó. Ágata había empezado a buscar una casa, incluso trabajaba para poder pagar el alquiler cuando se diese la oportunidad.
Bajó al salón, donde se encontraban sus padres. Ella estaba tumbada y él murmuró algo ininteligible antes de pasar la página del periódico. Ágata continuó hasta la cocina sin dirigirles palabra, cogió un paquete de galletas y volvió a su cuarto, donde abrió el ordenador y reinició la búsqueda de algún piso en la ciudad. Tras media hora de navegación, encontró un anuncio:
<<Busco compañera de piso, de entre 18 y 24 años, limpia y amigable. Llama al número XXX para más información. Olive>>.
Le hizo gracia el nombre. No se lo pensó dos veces y llamó.
—¿Sí? —le respondió una voz aguda.
—Hola —se aclaró la garganta¬—. Llamaba por el anuncio que has puesto en la página de viviendas de alquiler.
—¡Ah!... Bueno… Te voy a hacer unas preguntas y luego tú puedes hacerme todas las… esto… todas las que quieras.
Por la voz de la tal Olive, era fácil deducir que tendría unos veinte años.
—Vale.
—Bien. Pues, primero: ¿cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—Perfecto; yo dieciocho… —se quedó callada—. Perdón, ¿cómo te llamas? Esta debería ser la primera pregunta.
—Ágata —le dijo entre risitas nerviosas.
—Vale Ágata. Segunda y última pregunta: ¿estás dispuesta a compartir todo, tanto el precio del alquiler como la comida, los quehaceres y demás?
—Sí, claro. Ahora soy yo la que tengo algunas preguntas que hacerte, si no te importa —dijo un tanto inquieta; esperaba que a Olive no le sentara mal.
—Claro, adelante.
—¿Cuánto cuesta el alquiler?
—Mil doscientos euros que tenemos que dividir entre las dos. Sale a seiscientos euros cada una. Lo que pasa es que, aunque es medianamente barato, no hay muebles. Bueno, hay una nevera, una lavadora y un fregadero. Nada más. Aparte de lo necesario en los baños.
—¿Hay más de un cuarto de baño? –le preguntó extrañada–. Pero, ¿cuántas habitaciones tiene?
—Mira, hay dos habitaciones extremadamente pequeñas, dos baños, un salón-comedor
bastante grande y una cocina.
—Bueno, Olive… Te va a parecer raro que te lo pregunte. De hecho, no tienes que responderme si no quieres, pero… ¿Te llamas así? ¿Olive? Me recuerda a una aceituna —se arrepintió de haber hablado de más. Ahora la chica le colgaría el teléfono.
—Ja, ja, ja —se rio, para sorpresa de Ágata—. No me llamo Olive sino Olivia, pero mi hermana me puso el apodo.
—Ah, vale —compartió la risa por lo bajini—. No tengo más preguntas. Entonces, espero tu respuesta para ver cuándo me puedo mudar contigo.
—No, no… Aguarda un minuto; no cuelgues. Ahora mismo te digo mi decisión.
—De acuerdo.
Ágata tuvo un buen presentimiento.
Tras unos minutos de espera, Olive volvió a tomar la palabra:
— Ágata, te comunico que cuando quieras puedes mudarte. La casa está en la calle Guillermo Sante, portal 23, piso 18 —por la voz, parecía contenta de tener una compañera de piso.
—¡Bien, bien, bien!… Iré mañana. No tengo muchas cosas que llevar —estaba eufórica. Pensó que, incluso, la relación con sus padres podía arreglarse una vez viviera distanciada de ellos.
Bajó las escaleras y entró en el salón. Se encontraban en la misma posición en la que los había visto una hora antes. Los reunió en torno a un sillón y comenzó a hablar:
—Siento mucho haberos gritado —se disculpó—. Y ahora, tengo algo importante que deciros: voy a independizarme. Lo haré en breve, quizás mañana.
Se quedaron estupefactos durante unos segundos. Después la felicitaron. Estaban orgullosos de ella. De inmediato comenzaron a ayudarla con los preparativos de las maletas, y al acabar se abrazaron con lágrimas de por medio.
Al día siguiente Ágata se levantó de un salto. Llevaba despierta desde hacía un buen rato. Estaba demasiado nerviosa como para seguir dormida. Comenzó a vestirse con la ropa que había sacado la noche anterior y se fue a la cocina a desayunar. Más tarde se dirigió al salón y encendió el televisor. Dejó un programa de fondo mientras pensaba en cómo sería su vida a partir de ese momento. <<Va a ser interesante>>, pensó. Era lo único que sabía con seguridad.
A las nueve bajaron sus padres, con los que habló de los pros y los contras de empezar una nueva vida fuera de casa, de todo lo que unos padres deben decir cuando un hijo se va de casa.
Cuando llegó el momento, Ágata comenzó a despedirse: de ellos, de la casa, de los deliciosos platos que cocinaba su madre… Se despejó la mente, cogió las maletas y les unos cuantos besos.
Aparcó, y llamó al telefonillo. A los pocos segundos oyó la aguda voz de Olive:
–¿Eres Ágata?
–Sí, claro. ¿Quién si no?
Olive cortó la comunicación.
Ágata llamó de nuevo, pero nadie lo atendió. Lo intentó un par de veces más y, al no recibir respuesta, se sentó en la acera hasta que Olive abrió el portal.
-Perdona si te he hecho esperar –le dijo–. El ascensor se ha roto.
Se dieron la mano antes de subir las maletas de Ágata, que tuvo el presentimiento de que aquella amistad iba a durar para siempre.